Cosas que sé de Franco

Cuando Franco murió yo tenía doce años y siete meses. Aún no había decidido que mi primer libro de Historia iba a estar dedicado al estudio de su dictadura, eso fue algo que decidí muchos años más tarde, cuando ya había nacido mi hijo mayor, en 1999, o quizás antes. No importa.

Para mí, el franquismo (aquello que ahora sé que no fue sino la administración de una victoria militar) comenzó siendo, cuando ya empecé a saber qué pudo haber sido, un tiempo ominoso, gris y frío. Y eso que lo que yo había vivido de primera mano de aquellas décadas autoritarias había constituido mi feliz infancia y el maravilloso y emocionante aunque torpe arranque de mi adolescencia. Debió de ser una poderosa intuición que se fue labrando consistente a medida que leía más y más sobre la dictadura que ejerció sobre mi país el verdadero vencedor de la cruel Guerra Civil española de la primera mitad del siglo XX.

Pero llegar a saber quién fue Franco está siendo mucho más difícil, pues aunque creo conocer bastante bien qué fue su dictadura, a la que llamamos franquismo, todavía hoy, cuando escribo esto, sigo sin tener la certeza de haber conocido a Francisco Franco Bahamonde, dictador, militar, español, un conservador que logró concentrar en su persona todo el miedo que tenía a las muchedumbres concienciadas la sociedad española más atada al pasado, a la tierra, a la riqueza, a Dios, a una forma de entender España dolorosamente acendrada y de pedernal.

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Franco, comandante al frente de la Legión de extranjeros en África

Guerrero en las colonias

Francisco Franco Bahamonde nació el 4 de diciembre de 1892 en la localidad portuaria coruñesa de El Ferrol, donde se encontraba destinado su padre, Nicolás Franco y Salgado-Araújo, capitán de la Armada. Su madre, María del Pilar Baamonde y Pardo de Andrade, estaba también ligada al mundo castrense pues era hija de un militar que había ejercido algunos de sus empleos en dicha villa marinera.

No obstante, no emprendió Franco su carrera militar en la Armada, sino en el Ejército de Tierra y, así, en 1907, ingresaba en la Academia de Infantería de Toledo para, tres años después, convertirse en segundo teniente de Infantería. Como el norte de África era ya escenario habitual de las correrías exteriores españolas y caldo de cultivo del meritoriaje castrense es fácil de entender que a sus 20 años de edad, Francisco Franco comenzara su cursus honorum en el Ejército de África, enfrascado en la conocida como guerra de Marruecos, en numerosas de cuyas operaciones bélicas habría de intervenir. Teniente en 1912 (el único ascenso que no será por méritos de guerra), capitán tres años después, comandante en 1917… Su localidad natal y la ciudad de Oviedo son las plazas de sus primeros catorce años de destino castrense distintas del norte de África, territorio este último donde labra su fulgurante carrera a fuerza de su arrojo personal y del uso de una extrema dureza con sus soldados.

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Franco, teniente coronel, sale de la iglesias tras su boda con Carmen Polo

En 1923 se casa en Asturias con una mujer de una familia rica, Carmen Polo, y regresa al protectorado de Marruecos para ponerse al frente de la primera bandera de la Legión. Suceden tres vertiginosos años de ascenso militar (teniente coronel en ese 1923 y coronel en 1925) hasta que se convierte en 1926 en el segundo más joven general de Europa, pues es general de brigada con solo 33 años a raíz de sus valientes participaciones en distintos combates contra los aguerridos norteafricanos contrarios a las actividades españolas en sus territorios. Franco es entonces un militar popular y repleto de prestigio. Un militar africanista, todo hay que decirlo. Son los tiempos de la dictadura primorriverista, el letal paréntesis de la Restauración cuyo fracaso dará al traste con la legitimidad y la popularidad de las opciones monárquicas. Franco es en 1928 director general de la Academia General Militar de Zaragoza, dos años antes del final del proyecto de Primo de Rivera y tres por delante de la proclamación de la Segunda República.

Cuando el ministro de la Guerra del Gobierno provisional republicano, Manuel Azaña, ordene el cierre de la Academia zaragozana y con él el cese de su director, en junio de 1931, dos meses después de la proclamación de la Segunda República, Franco, quien no había recibido especialmente entusiasmado la nueva situación política, comenzó a tenerle al nuevo régimen democrático una inquina como la de muchos de sus compañeros de armas. Sus dos primeros cargos durante el régimen republicano fueron, en los dos años siguientes, el de comandante militar de La Coruña en 1932 y de Baleares.

¿Pero quién era Franco en aquellos años, en los que la República nacía en España y ya era vilipendiada y acosada por sus enemigos de primera hora?

Más que de ideología, en el caso de alguien como el futuro dictador, entonces un militar africanista orgulloso de serlo, un guerrero en las colonias, haríamos mejor en hablar de convicciones. Juan Pablo Fusi las resumió así: considerar al Ejército el garante de la unidad nacional; estimar que su actividad en el norte de África volvería a colocar al Ejército en su prestigioso lugar de guardián de las esencias de lo español; y dotar a aquél de la vitola insoslayable de ser la salvaguarda permanente de la supervivencia de la patria, ya que el intervencionismo militar para mantener el orden nacional es algo históricamente recurrente y admitido. Digamos que la base del pensamiento político de Franco era algo que podemos llamar nacional-militarismo.

Pero afino un poco más las características de las convicciones del dictador. Para empezar, su marcado antiliberalismo, sustentado en su creencia de que el siglo XIX, y sobre todo lo que le había tocado a él vivir, subvertía los logros de la España anterior a la aplicación de los principios de la Ilustración, tan antiespañoles. Su antiliberalismo tenía el corolario del anticomunismo y se acentuaba en su acendrado catolicismo, al que veía como el fundamento moral y político de la nación española. Un catolicismo, una religiosidad, en suma, sobrevenida, pues en su etapa de joven y bravo soldado y oficial en suelo marroquí había sido legendaria su fama de hombre “sin miedo y sin misa” (en realidad se le llegó a reconocer, según cuentan algunos de quienes en aquellos años le conocieron, como “el hombre de las tres emes, sin miedo, sin mujeres, sin misa”).

Influido por el conservadurismo de Juan Vázquez de Mella, el multidisciplinar ideólogo tradicionalista Víctor Pradera Larumbe, quien moriría asesinado dos meses después de estallar la Guerra Civil, es a menudo reconocido como la única referencia intelectual directa de Franco, a quien honró con su amistad. Pradera defiende un Estado Nuevo inspirado en la historia española, en la tradición monárquica, en el que el hombre renuncia a la razón para depender, en una adoración perpetua, de los designios de Dios, pero dentro de una “unión social” gobernada por una monarquía social favorecida por la Iglesia católica, fuente del necesario sentimiento nacional que crea la obligación de acatar a un Estado orgánico, como la nación.

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La Guardia Civil conduce personas detenidas en el periodo revolucionario

Unidad en torno a Dios y a España, y monarquía. Para centrarnos

Durante el bienio radical-cedista, Franco ascendió a general de división, pero fue de especial relevancia su participación en los acontecimientos de la revolución de octubre del año 34. Cuando estalló la insurrección revolucionaria que tendrá su paisaje por antonomasia en suelo asturiano, el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo Durán, del Partido Radical, en uno de los numerosos gabinetes presididos por su correligionario Alejandro Lerroux, le nombró su asesor para luchar contra aquélla. Franco propuso el envío de la Legión comandada por el teniente coronel Juan Yagüe, con órdenes estrictas de actuar con cuanta violencia fuese necesaria. Ni que decir tiene que la actuación gubernamental obtuvo la rendición de los revolucionarios.

La experiencia de aquellos acontecimientos ahondó en Franco las convicciones sobre las que reflexionábamos poco más arriba, y, de otro lado, le convirtió en algo así como en el militar favorito de cuantos consideraban al Ejército el valedor de los principios conservadores: la propiedad y el orden por encima de cualesquiera otros. Y, también, en una especie de bestia negra de la izquierda.

Un año después, en mayo de 1935, culminará la experiencia política de Franco anterior a su larguísimo ejercicio del poder absoluto, al asumir nada más y nada menos que la jefatura del Estado Mayor Central tras ser designado para tal función por el ministro de la Guerra, el líder cedista José María Gil-Robles, en otro Gobierno Lerroux.

Un mes después del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, Franco fue destinado a la comandancia general de Canarias por el Gobierno presidido por Manuel Azaña. Allí, en las islas atlánticas, donde admitió sentirse confinado, se mantuvo indeciso respecto a los compañeros de armas que le animaban a unirse a la conspiración que pretendía derrocar al régimen republicano por medio de un golpe de Estado. Indeciso casi hasta última hora. Pero indeciso no quiere decir contrario, sino más bien partidario mas no dispuesto a llevarlo a cabo de inmediato; de hecho se puede decir que tras varias reuniones mantenidas en Madrid antes de partir desde Cádiz hasta su destino tinerfeño, Franco se involucró en la preparación de un golpe militar para el momento en que fuera irremediable llevarlo a cabo, aunque eso sí, carente del optimismo de los más conspicuos sediciosos. Emilio Mola, Manuel Goded, Joaquín Fanjul, pero también otros generales como Alfredo Kindelán, Ángel Rodríguez del Barrio o Andrés Saliquet, José Enrique Varela y Luis Orgaz, se encontraban entre los confabulados.

Se puede decir que, pese a que el general Franco tuvo escasa incidencia en la preparación conspiratoria, su participación en la fase final de la confabulación acabó por ser sencillamente decisiva.

Pero, dicho todo esto, al borde ya de dejar a Franco en la frontera de la Guerra Civil, no puedo pasar por alto la carta que a finales de junio de ese año 1936 le escribió, en tanto que comandante general de Canarias, al entonces presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, el azañista Santiago Casares Quiroga. La misiva puede dejar perplejo al más pintado por lo inhabitual de que un confabulado avise de alguna manera al poder que pretende asaltar. Su ambigüedad es manifiesta, y el doble juego del general ahora resulta demasiado evidente. Fue, como ya dije en mi libro sobre el franquismo, “una amenaza conciliadora, una conciliadora amenaza”.

Y sólo un mes después los sublevados, según sus propias palabras, se levantarían en Melilla “en nombre de Franco”.

Iniciada la guerra, podríamos plantearnos la siguiente pregunta, ya clásica: ¿retrasó Franco el objetivo principal de toda guerra, vencer al enemigo cuanto antes para reducir los costes propios, porque lo que le interesaba, en aras de lograr el poder absoluto, era prolongar la guerra al máximo para afianzarse él mismo y para doblegar por completo a los contrarios, de forma que nunca más supusieran una amenaza al despliegue de su militar manera de entender la configuración de un régimen político?

Si consideramos a Franco más bien un mal estratega militar pero un excelente estratega político, la respuesta sería: SÍ.

Un dictador, no un fascista

franco-lider-dictador Cosas que sé de FrancoRecién ganada la guerra, Franco se enfrentaba, además de a la reconstrucción de un país en ruinas, al problema intrínseco del régimen que venía edificando. En efecto, tal y como apuntó en su momento el maestro de historiadores Manuel Tuñón de Lara, el generalísimo y caudillo hubo de dosificar las diferentes corrientes políticas que le servían de apoyo, las salidas de la victoria reciente, las que se acabarán llamando en el argot franquista familias, y hacerlo de tal forma que ello no mermara un ápice su poder personal, el vértice perfecto de todo el edificio. Aquello era el extraño pluralismo del que hablara el propio Tuñón de Lara, un pluralismo reservado en cualquier caso a lo que el insigne historiador no se cansó de calificar en su ingente obra de bloque dominante.

En cualquier caso, lo que sí está claro si analizamos los años de la dictadura de Franco es que preservar su inmenso poder es la razón de que buena parte de su trabajo estuviera dirigido a conseguir acrecentar su carisma.

No parece que sea necesario insistir en algo que resulta evidente y que ni la trayectoria institucional ni cronológica del franquismo desmentiría jamás: el general Francisco Franco ejerció sobre los españoles en sus 39 años de gobierno una dictadura. Su pragmatismo, alejado de las ideologías y en absoluto doctrinario, llevó a cabo una obra descomunal de adaptación permanente a las circunstancias, tanto a las del exterior como a las del aparente inmovilismo interior que era en realidad un bullicio consentido por el autócrata solo hasta los límites en que le impedía asentar su poder personal.

El paternalismo social que guiaba su manera de entender la forma de gobernar, se unía en Franco a sus simplistas representaciones mentales de la autoridad y la religiosidad. Y conviene aclarar de una vez por todas que no era un fascista, y no lo podía ser siendo como era un clerical y un reaccionario. Tal y como tiene dicho el historiador Rafael Esteban:

“El franquismo no puede ser calificado como régimen fascista (si acaso fascistizante en algunos momentos), sino ‘sólo’ dictatorial, autoritario y autocrático, pero siempre personalista. El partido queda al servicio de la persona, del dictador autócrata y autoritario, pero no domina el Estado”.

O como afirma otro historiador, Borja de Riquer:

“En pocas etapas de la historia –ninguna en la época contemporánea– el destino de los españoles había dependido de un régimen tan personal y arbitrario como fue la dictadura del general Franco. Sus obsesiones y su afición de poder marcaron y condicionaron la vida de los españoles durante casi cuatro décadas”.

Primer franquismo, segundo franquismo, tardofranquismo

Durante el llamado primer franquismo, el que perduraría hasta mediados de la década de 1950, el país gobernado firmemente por Franco se caracterizó por el racionamiento y por el mercado negro, normalmente de productos de primera necesidad (el llamado el estraperlo), que se aprovechaba de la situación creada por dicha limitación en el suministro.

El poder político y el económico habían retornado a la misma clase dirigente que los tenía antes del advenimiento de la República. El régimen de Franco supuso, por ponerlo con las palabras de Borja de Riquer, la “restauración de los antiguos poderes económicos y sociales”, y fue una “mezcla de cuartel laboral y paraíso fiscal” idóneo para el enriquecimiento de los ya poderosos.

El ejercicio unipersonal del poder decisorio por parte de Franco servía a los intereses más conservadores en cuanto a la propiedad y se apoyaba en dos ejes dominantes: el Ejército y la Iglesia católica.

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Franco rodeado de personas de su entorno familiar

La principal habilidad política del dictador ferrolano era equilibrar las fuerzas internas de la peculiar coalición que en su triunfo en una guerra civil le había llevado al ejercicio del poder unipersonal.

Franco supo fiar a su anticomunismo y al acendrado catolicismo de su régimen la aceptación de éste por la comunidad internacional. Y no se equivocó, pues la Guerra Fría ya delimitaba con claridad los límites del mundo desde 1946. Lo primero que obtuvo Franco fue, si no el reconocimiento, al menos la aceptación de su peculiaridad.

Desde mediados de la década de 1950, ya en lo que se ha dado en llamar segundo franquismo, el Caudillo y Generalísimo no era ya únicamente el vencedor de una guerra civil que había librado a su país, según sus (mentirosos) panegiristas, de entrar en un asimismo temible conflicto mundial; era, como escribiera Javier Tusell, “también quien vigilaba para que la discordia no reapareciera ni siquiera en el seno del régimen”. Parecería que el militar gallego que gobernaba España había devenido en “una especie de guardián paternal” contra las discrepancias. Para el escritor Manuel Vázquez Montalbán, quien tan bien glosara la figura del autócrata, el papel de Franco no era ya para entonces sino el de “conductor del Movimiento y pacificador de sus tensiones internas”.

Una habilidad especial del dictador reconocida por muchos de los historiadores que se han acercado a su figura es la prudencia. La prudencia y, como añade Fusi, “la inercia”. La lentitud de la institucionalización del régimen personificado en el general gallego, la parsimonia aquella para acometer el ordenamiento del edificio estatal franquista tuvo un fin muy preciso aconsejado por la prudencia del autócrata y definido por medio de una táctica meditada: hacer crecer su poder al tiempo que mantenía ese equilibrio entre las fuerzas políticas de la coalición en que se basaba su régimen y que ya conocemos. Franco pretendió siempre mostrarse como el árbitro perfecto y aceptado por todas las familias políticas.

Fernando García de Cortázar deja constancia de que el Caudillo “dio siempre muestras de sus facultades para la intriga, para envolverse en segundos planos y esconderse tras la envoltura de su cargo”. Tendría siempre “la habilidad de permanecer aparte, sin estar comprometido con nada de manera ostensible”. Y esa fue probablemente la clave de su supervivencia. De la de Franco y de la del franquismo.

La definitiva edificación del régimen pareció llegar, en aquella década de los años 60 del siglo XX a su culminación, tras lustros de una morosa labor constructiva siempre inconclusa, tan cara a las maneras sinuosas del autócrata, afectado ya con toda probabilidad en torno a 1964 por la neurodegenerativa enfermedad de Parkinson (no reconocida oficialmente hasta diez años más tarde).

Ahora bien, según el historiador estadounidense Edward Malefakis, la clave para la excepcional capacidad para perdurar que mostró la dictadura de Francisco Franco estuvo precisamente… en su capacidad de cambio, algo que la llevaría a un grado de evolución tal que dejaría a España en las faldas de la montaña que habría de ascender con relativa facilidad para conseguir la transición a la democracia. Pero, atención, ese nivel de desarrollo social y económico no fue producto del franquismo sino que más bien se produjo pese a él, de tal forma que se puede considerar al régimen dictatorial establecido en 1936 como “un mero paréntesis, por horrible que fuera, en la historia de España”.

En definitiva, ante la crisis última del franquismo (el llamado tardofranquismo) y de la propia vida de su protagonista, éste no podía ofrecer en la década de los 70 del siglo pasado gran cosa desde sus muy enfermos casi 80 años, enfrentado nada más y nada menos que a la paradoja de pilotar un régimen que era, en palabras de Fusi, “víctima del mismo proceso de cambio social que había generado”. Sumido como estaba en su enfermedad de Parkinson, Franco se encontraba de cara con un auge cada vez mayor de una conflictividad reacia a sus maneras dictatoriales que se aprovechaba, nada más y nada menos, que de la mismísima crisis en el interior del edificio tambaleante, de tan larga construcción e incapaz de guiarse hacia la salida de un país sin el Caudillo. Un régimen al borde de partirse en dos entre los grupos inarticulados del sector aperturista y los también desorganizados del inmovilista. Es lo que Fusi llama “doble tensión sobre la vida pública”, algo que convirtió a los últimos años del régimen dictatorial, inmersos en una vorágine conflictiva de medio voltaje, en algo por primera vez con apariencia de “vivacidad política”.

Como lo esencial debía permanecer inalterable, la regresión fue la campeona en esta aparente dialéctica entre los que querían salir hacia el aire fresco de las apariencias liberales de los países del entorno español y los pétreos defensores de los principios inamovibles nacionalcatólicos, vagamente parafascistas o tradicionalistas, “inasequibles al desaliento”.

Desde 1971 ya no solo existirá la violencia de los opuestos al sistema, también arreciará poco a poco la de la derecha del mismo, la de los ultras, aquellos que son más franquistas que Franco, quienes defienden en esencia una oposición frontal al aperturismo buscado por quienes, desde dentro del régimen, pretenden fomentar un asociacionismo que derive en la legalización de tendencias políticas. Un inmovilismo al que solo le queda como vía de apuntalar al franquismo la exaltación de la figura de Franco, como de nuevo hará en la sacrosanta plaza de Oriente madrileña en el aniversario de la autoimposición como jefe del Estado del Generalísimo el primero de octubre de ese año 71.

Pero, entre tanto, ¿qué aportaba el vértice de todo aquello? Poco o nada tenía que decir ya Francisco Franco, preso con su régimen de las mismas contradicciones irresueltas y aireadas con la ambigüedad más somera. Y, como dice Fusi, “era esa ambigüedad, precisamente, lo que alimentaba y prolongaba la crisis”. No había alternativa. En medio del azote de la modernidad que con su dinamismo desbordaba al anquilosado franquismo…  ya lo sabemos, el régimen no era la solución: el régimen era el problema.

Tras su prolongada enfermedad que le apartó brevemente del ejercicio diario del poder, el retorno de Franco a la jefatura del Estado sorprendió tanto a tantos en aquellos días de verano de 1974 como aun hoy lo hace a quienes ven a un anciano decrépito a punto de cumplir 82 años en aquellos tiempos regresar a una tarea tan delicada y decisiva, cargada de tanta responsabilidad y rodeada de presiones de todo tipo, probablemente intratables para la inmensa mayoría de las personas especialmente preparadas para desempeñar tareas de gobierno en situaciones digamos normales, cuanto más en aquella coyuntura abrumadora. Por todo ello, no es difícil ver en la actitud del Caudillo una muestra indeleble de su autocracia, únicamente sostenida por su enorme voluntad de permanecer en el poder “hasta la muerte”.

Y al final… llegó el final

Para Franco y para los franquistas, que a estas alturas no eran más que los inmovilistas, no había más que, y estas son palabras dichas por el dictador en su última soflama (nuevamente desde la Plaza de Oriente, un mes antes de su muerte, el 1 de octubre de 1975), “una conspiración masónico-izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión terrorista-comunista en lo social”.

Pero pocas semanas después, Francisco Franco sufrirá un infarto en la madrugada del 14 al 15 de octubre. Tiene tiempo aun de tratar el día 16 la peliaguda cuestión del Sahara Español, amenazado por la llamada Marcha Verde que prepara el rey marroquí Hasan II. Un día más tarde aun preside el Consejo de Ministros, bien que conectado a un monitor que vigila los que se tienen por sus últimos latidos. No en vano Fusi llega a escribir que “toda la escena era un símbolo de la determinación que siempre había demostrado de permanecer en aquel puesto hasta el final”. Un nuevo infarto el 19 de octubre le debe de esclarecer al dictador la necesidad de hacer lo que hace al día siguiente, reunirse con Juan Carlos de Borbón, Arias Navarro y el presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, para analizar la cuestión de la transmisión de poderes aunque fuera a título de cesión temporal como ocurriera el año anterior. Otro infarto y un empeoramiento general le convencen finalmente el día 30 de ceder por segunda vez los poderes de la jefatura del Estado al nieto de Alfonso XIII.

El 5 de noviembre, Franco es trasladado al madrileño Hospital de la Paz. A la que estaba siendo ya una larga agonía le quedaban aun 15 días de prolongación, en medio del desbaratamiento más evidente de lo que quedaba del régimen personificado en el general ferrolano aceptado continuamente por la coalición vencedora en la guerra civil de los años 30. Treinta y cinco minutos antes de las 6 de la mañana del día 20 de noviembre del año 1975 falleció en medio de un cuadro clínico sobrecogedor que incluía infarto de miocardio, peritonitis, fracaso renal agudo…

No sé si saber esto sobre Franco es cuanto es necesario saber sobre el dictador que dominó el siglo XX español.

José Luis Ibáñez Salas
Editor de material didáctico para diversos niveles educativos en Santillana Educación, historiador y escritor. Director de la revista digital de divulgación histórica Anatomía de la Historia, es autor de El franquismo, La Transición, ¿Qué eres, España?, La Historia: el relato del pasado y La música (pop) y nosotros (publicados los cinco libros por Sílex ediciones), fue socio fundador de Punto de Vista Editores y escribe habitualmente relatos (algunos de los cuales han aparecido en el blog literario Narrativa Breve, dirigido por el escritor Francisco Rodríguez Criado) y artículos para distintos medios de comunicación, como la revista colombiana Al Poniente o las españolas Nueva Tribuna, Moon Magazine y Analytiks. Tiene escrita una novela y ha comenzado a escribir otras dos.

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