Día mundial de la radio

“Aquí Radio España Independiente, estación Pirenaica. Les habla Pasionaria”

La voz de Dolores Ibarruri entraba como un torrente en aquella radio que comenzó su emisión el 22 de julio de 1941. Una emisora clandestina que traía a Franco por el camino de la amargura y, que quienes la escuchaban, lo hacían a bajo volumen para evitar que el sonido les delatase ante algún vecino chivato; que los había.

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Dolores Ibarruri, Pasionaria, ante un micrófono. Arriba, foto de un oyente, clandestino, de Radio Pirenaica.

El 13 de febrero es el Día Mundial de la Radio, así lo proclamó la Conferencia General de la Unesco el 19 de octubre de 2011. En 2008, siendo presidente de la Academia Española de la Radio Jorge Álvarez, de quién partió la idea, solicitó la instauración de esta celebración al entonces director general de la Unesco, Koichiro Matsuura.

En su alocución, como apoyo al Día Mundial de la Radio, la Unesco destaca la repercusión de la radio en las “épocas de desastres y emergencias”. Esta evaluación nos lleva a Sevilla: 25 de noviembre de 1961. La rotura de un muro de contención provocó el desbordamiento del arroyo del Tamarguillo inundando la ciudad. El desastre fue mayúsculo; 125 000 familias afectadas y 30 176 perdieron su hogar. La magnitud del desastre llevó a la Cadena SER a promover la ayuda a las familias en la llamada Operación Clavel, conducida por aquel maestro de la radio que había llegado a España en 1934, desde su Chile natal, como animador de combates de catch. Fue un hombre clave en la radio: Bobby Deglané.

La radio ha ido superando etapas. A partir de la Transición, el crecimiento de emisoras de radio y la libertad de informar sin ajustarse, obligatoriamente, al “parte” de Radio Nacional, permitió a los periodistas soltar en antena la noticia nada más producirse. Cualquier lugar era bueno si disponía de teléfono; una cabina telefónica, un bar, un hotel…Hoy en día, el teléfono móvil es el rey. La radio es el medio de comunicación más sencillo y más utilizado que poseemos; por delante de la televisión. Su inmediatez paralizó el corazón de los españoles aquel siniestro 23 F.

A veces, el periodismo es un oficio de riesgo y, curiosamente, el miedo no es un valor añadido. Desconozco a qué se debe este comportamiento, si a la misma tensión del momento, o a la propia osadía del periodista, aunque algunos lo interpreten como “cumplimiento del deber”. La Transición fue dura para los periodistas en Euskadi. Informar sobre asesinatos un día y otro y otro, llegó a ser una constante inaceptable; pero era lo que había.

Tengo que decir que personalmente, y dentro de mi actividad laboral, he vivido en varias ocasiones situaciones con el miedo por testigo, sin haberlo percibido en el momento de la acción. Uno no alcanza a saber el por qué de algunas reacciones. Por suerte, también lo puedo contar, aunque según la teoría de los psicoanalistas, en general, el inconsciente guarda una huella imborrable de las situaciones vividas y, a la larga, te pasa factura.

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Trabajadores encerrados en la Diputación de Vizcaya por un conflicto laboral, 1980.

Una de esas situaciones se produjo en Bilbao el día 26 de junio de 1980 con la radio como testigo. En la Diputación Foral de Vizcaya se acumulaba la tensión de más de diez horas de encierro en el edificio institucional tomado por los trabajadores de Nervacero, que reivindicaban sus puestos de trabajo ante una inminente reconversión de la empresa.

Yo cubría la información para Hora 25, Cadena SER. Faltaban siete minutos para las doce de la noche cuando sonó el teléfono asignado a la SER en la primera planta; cogí la llamada pensando que sería Madrid. Una voz femenina, que no se identificó, me dijo sin titubear: «En quince minutos va a estallar una bomba»; y colgó el teléfono.

Tenía a mi lado, para ser entrevistados en el programa, a Juan María Bandrés y a Mario Onaindía que fueron rápidamente a dar el aviso a la Policía desde otro teléfono. Sin perder un segundo llamé a Madrid. Mi interlocutor era Antonio Jiménez, subdirector de Hora 25, que dirigía Javier González Ferrari. Entre los tres cambiamos impresiones sobre la conveniencia de soltar o no la información pensando en el pánico que provocaría en los oyentes; la inmediatez de la radio hace que las noticias se propaguen a la velocidad del rayo y ésta era de enorme calado. De una parte nos contenía la alarma social que se podía crear entre los familiares de las más de doscientas personas que estábamos dentro y, de otra, el factor primicia de impacto, algo que en periodismo se valora mucho, sobre todo en la radio.

Al final, Ferrari decidió salir con la noticia en el arranque de Hora 25, no sin antes medir el tiempo para que no me viera atrapada en lo que pensábamos podía ser una catástrofe, pero, indefectiblemente, había que esperar a la hora marcada para el comienzo del programa. Tengo que decir en su descargo que dejó a mi criterio la decisión de quedarme o salir zumbando. Y decidí quedarme, consciente de que el reloj corría y que, hasta las doce, hora del comienzo del programa, era un tiempo muerto.

A las doce en punto tras el gong que anunciaba Hora 25, Madrid me dio paso y salí con la noticia. Conteniendo la emoción y con toda la serenidad de que fui capaz, en apretada síntesis consumí cerca de tres de los ocho minutos que quedaban para la anunciada explosión. Me quedaban pues cinco minutos para alcanzar la puerta de la calle, de la cual me separaban 47 escalones bastante dificultosos, por su anchura, para bajarlos corriendo. Al llegar al vestíbulo del Palacio de la Diputación, los representantes sindicales (lease HB ) de Nervacero habían cerrado la puerta y no permitían la salida de nadie.

Se intentó por todos lo medios hacerles entrar en razón, pero su respuesta no dejaba dudas: «Caeremos todos juntos». Aquella frase, desde la sinrazón, me hizo sentir una sensación inexplicable, no puedo calificarla de miedo; no quise ni mirar el reloj. Una mano fuerte me cogió por el hombro en un gesto de cariño: era el doctor Santiago Brouard. No lo olvidaré nunca. Al final abrieron la puerta y empezamos a salir. Fuera en las inmediaciones de la Gran Vía, había mucha expectación y angustia de los familiares, apartados del edificio que estaba rodeado de dotaciones de policía y cuerpo de bomberos. Habían escuchado la noticia por la radio y aún no sabían, porque no lo sabíamos nadie, que no había ninguna bomba; la llamada respondía a un acto de mala fe.

En la calle llovía suavemente; fue reconfortante, necesitaba cerciorarme de que todo había sido una pesadilla con final feliz, y pensando mientras caminaba despacio hacia mi casa bajo el familiar sirimiri, llegué a una, sin duda, acertada conclusión. Sucedía que, en el interior de la Diputación, se encontraban también el viejo Lehendakari José María de Leizaola y el entonces Lehendakari del Gobierno Vasco Carlos Garaikoetxea, quienes, en su ingenuo intento de ayudar a resolver la situación mediante el diálogo con los trabajadores, quedaron atrapados como rehenes y no les permitían la salida. Ante tal situación, algún iluminado cercano al PNV que no midió las consecuencias del infame aviso de bomba, tuvo la inaceptable y perversa idea. No tengo ni media duda.

Al llegar a casa me esperaba mi padre. Solo me dijo “¿estás bien? “; le sonreí afirmativamente. No hubo más comentario. Solo me dijo: “ ha llamado Fermín Bocos”, querido compañero que con Iñaki Gabilondo, estuvieron siempre de mi parte cuando nos partíamos el alma para informar, mientras Rodolfo Martín Villa llamaba a Eugenio Fontán para decirle: “ Esa chica no informa, hace proclamas”. Esa chica, que era yo, tuve que decirle un día: “El ministro está en su despacho y “esa chica” está en la trinchera”.

Al día siguiente me llamó González Ferrari: «Maite, no necesito decirte que ayer metiste un gol”. Le agradecí el gesto, pero era lo de menos. Hay circunstancias que no dejan espacio al ego profesional.

Lo que no he preguntado nunca a mis jefes es si morir en acto de servicio, entra en el sueldo.

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