Plebiscito ciudadano sobre democracia en España

«¿Y esto para qué es?», pregunta una mujer al pasar delante de una urna de cartón en la que se lee en letras negras «Plebiscito Ciudadano». «Una consulta al pueblo», responde uno de los voluntarios de la mesa de votación en una céntrica calle de la sureña ciudad española de Málaga, informa Inés Benítez (IPS)

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Personas congregadas en una mesa de votación del Plebiscito Ciudadano en Málaga, sur de España. Crédito: Inés Benítez/IPS

 

Organizado por el grupo Marea Ciudadana, nacido al calor de las redes sociales para aglutinar el descontento de distintos sectores, el Plebiscito Ciudadano formula cuatro preguntas sobre democracia participativa, corrupción estatal, deuda y gestión de servicios públicos. 

La consulta, informal y no vinculante, se celebra entre el 23 y el 30 de este mes en ciudades de España y en Lyon (Francia), Londres y algunos municipios de Bélgica, donde se instalaron unas 300 urnas.

«No hay cauces de participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos», se queja Carmen Molina, bióloga malagueña y madre de tres hijos. De 52 años, lleva dos desempleada y es voluntaria de la consulta popular en Málaga.

«¿Quiere usted una democracia participativa incorporando el Plebiscito en la Constitución y en la legislación como herramienta vinculante de participación ciudadana?», es la primera pregunta.

El plebiscito no está previsto en la Constitución española. Y el referéndum, aunque sí está recogido en la carta magna, no es vinculante.

Consultas anteriores no oficiales demuestran que, pese a lo complejo que es movilizar a la ciudadanía, es posible recoger muchos votos, como la Iniciativa Legislativa Popular organizada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca a favor de la dación en pago, que logró un millón y medio de participantes.

Otra consulta por la sanidad pública, que organizó el grupo Marea Blanca en Madrid contra la privatización de hospitales y centros de salud, recogió en menos de una semana del mes de mayo casi un millón de votos.

La población de este país soporta drásticos recortes de servicios como salud y educación. Más de 27 por ciento de la población activa no tiene trabajo y el desempleo afecta a la mitad de la juventud. La desconfianza ante los partidos políticos, la impotencia y el miedo al futuro son palpables.

Un pensionista, un policía, una estudiante de arquitectura fueron algunas de las 140 personas que depositaron su voto el miércoles 26 en la urna malagueña ante la cual se plantó IPS.

Ricardo Abad, pensionista de 65 años y padre de seis hijos, cree que la idea de esta consulta es «bastante buena» y que las preguntas son «ideales para que las conteste el pueblo entero».

«¿Quiere usted que para evitar la corrupción se cambien las leyes para que la ciudadanía tenga el control de los poderes del Estado y de las administraciones públicas, garantizando una total transparencia?», dice la tercera pregunta.

«Esto es corrupción, corrupción y corrupción, de todos los partidos políticos», añade Abad, quien se queja del «incumplimiento total» del proyecto del gobernante y centroderechista Partido Popular y reclama un procedimiento electoral que incluya listas abiertas.

Funcionaria del Ministerio de Defensa, Susana Casado acudió a votar porque «se toman decisiones sin escuchar a los ciudadanos» y éstos «tienen derecho a hacer oír su voz cuando el gobierno recorta derechos sociales mientras rescata a los bancos», justifica.

«¿Quiere usted que se garantice por ley la gestión íntegramente pública de los bienes y servicios públicos (sanidad, dependencia, educación, agua, servicios sociales, etc.) y el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales (vivienda, empleo, justicia, pensiones, medio ambiente, igualdad, etc.)?», interroga la cuarta pregunta.

«Estas consultas se hacen con mucho esfuerzo y el resultado no es vinculante para el gobierno», lamenta Molina, quien apuesta por «la articulación de una legislación que dé cauces de participación a los ciudadanos y obligue a los poderes públicos a escuchar su voz».

A pocos metros de la mesa, un barrendero le dice a uno de los voluntarios que no se acerca a votar por temor a que su jefe lo vea interrumpir su trabajo; otro hombre también se niega, «a ver si me quitan la poca paga que me dan».

«Es triste el miedo que hay entre la población», constata Inmaculada Torreblanca, desempleada y voluntaria.

Hay miedo a perder el empleo, por quejarse en los lugares de trabajo donde se cumplen más horas por menos sueldo, y a manifestarse en la calle, porque las protestas se criminalizan, según Molina.

«Me han bajado el sueldo un 20 por ciento en tres años», se queja Lidia Yebra, una funcionaria que pasea a su hijo de pocos meses.

Un agente policial que prefiere no identificarse argumenta que sufraga «para añadir mi voto al de una lista interminable de personas que no estamos satisfechas con la democracia en la que vivimos».

Molina espera que haya participación suficiente como para dar un «tirón de orejas al gobierno».

La convocatoria está teniendo un comportamiento desigual según las ciudades. Mientras en Pontevedra (noroeste), hay unas 17 mesas funcionando cada día, en Jaén (sur) no se conformó ninguna. Los apoyos de colectivos, asociaciones y partidos minoritarios varían de un lugar a otro, describe la voluntaria Araceli Caracuel.

«Veo lo que está pasando y es injusto», observa Caracuel respecto del empobrecimiento que empuja a buscar alimento en los contenedores de la basura y en comedores sociales, y desaloja a miles de familias de sus casas por no poder pagar la hipoteca que contrajeron con los bancos.

«¿Quiere usted pagar y avalar la deuda contraída por el Gobierno, como la destinada al rescate de los bancos, sin haber contado con el respaldo de la ciudadanía?», reza precisamente la segunda pregunta.

Rafael, ciudadano mexicano que trabaja como fotógrafo en España, apunta que «la verdadera democracia es participativa». Además de españoles, también están votando residentes brasileños, argentinos y portugueses, cuenta Torreblanca.

«Las grandes revoluciones empezaron con pequeños pasos», se ilusiona Bernardo Gil, de 50 años, para quien su voto es un «grano de arena».

Dos jóvenes también se acercan a marcar sus respuestas en las papeletas.

«Mis padres me dicen que aunque quieran, no me pueden pagar la universidad», dice Marta Laure, de 19 años y estudiante de bachillerato.

A su lado, Rocío Ramos, de 21 y estudiante de arquitectura, acaba de solicitar el pago a plazos de la matrícula del próximo curso, ante el encarecimiento de los créditos universitarios.

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