Contra la banalización de los insultos a periodistas

Si me veo en una sola de tus imágenes, te voy a degollar”. El sábado 13 de abril, Lise Nicolle, joven periodista que hace información local, recibió esa amenaza cuando cubría una pequeña manifestación convocada por la Liga de los Derechos Humanos en Châteauroux (centro de Francia).

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Foto de la periodista Lise Nicolle (tomada de Twitter).

Los manifestantes –poco más de un centenar- protestaban contra el proyecto del presidente Emmanuel Macron de endurecer la ley contra los llamados casseurs, esos grupos –infiltrados o rebeldes auténticos, quien sabe- que provocan disturbios y destrozos al final de las manifestaciones.

Muchos estimaban -y creen hoy-  que el verdadero objetivo de la modificación legal en marcha era –es- doblegar la protesta social de los chalecos amarillos (gilets jaunes). Se trataría de silenciar sus reivindicaciones sociales. Ahora, antes de las vacaciones de verano, el movimiento parece agotarse, quizá por una combinación de su propia fatiga y por otros factores, como la estrategia represiva de las fuerzas del orden.

En Francia, demasiados colegas –sobre todo fotógrafos- han sido golpeados y maltratados durante los últimos meses mientras trabajaban. Y varios fueron convocados por la Dirección General de la Seguridad Interior por reportajes que molestaban al presidente Emmanuel Macron. Informaban de las turbulencias de Alexandre Benalla , excolaborador cercano al presidente, o investigaban asuntos poco estéticos como el uso en Yemen de armas francesas vendidas a Arabia Saudí, el país al que nunca podrá regresar Jamal Khashoggi. Sin embargo, aquí quiero referirme a la derivada inicial. ¿Por qué despreciar, insultar y amenazar a una modesta periodista se ha convertido en un lugar común? ¿Quizá porque lo hace el mismo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump?

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Noviembre 2018. Donald Trump insulta a la periodista Abby Phillip (de CNN).

El mismo tipo que lanzó su frase terrible contra Lise Nicolle añadió –en público- un gesto con la mano sugiriendo cómo le rebanaría el cuello si seguía viéndola. Hasta hace poco, podíamos decir que eso en Europa no llegaba a suceder. Hace años que sí sucede; pero seguimos pensando que sólo lo sufren periodistas de México o Irak.

Cuando escribo, acaba de estallar un coche bomba que ha matado a una persona y herido a otras siete que trabajaban en Shamshad TV, un canal de televisión de Kabul. El día anterior, se produjo la detención de un veterano periodista en la parte india de Cachemira por una publicación que databa de 27 años antes. Días antes, Chakresh Jain, periodista indio de 40 años, fue quemado vivo. Cuatro días después, Mithali Chandola, una periodista de Nueva Delhi, sobrevivió a un ataque de dos motoristas contra ella cuando regresaba a su casa tras el trabajo. Recibió atención médica en un hospital por heridas serias. Y si hago un repaso a vuela pluma, durante el mes de junio hemos sabido de asesinatos o muertes violentas de periodistas en México, Haití, Colombia, Brasil y Turkmenistán. Sigue habiendo docenas encarcelados o secuestrados, en Turquía y China. En Hong Kong, Filipinas, Myanmar, Venezuela, Nicaragua, Rusia y Georgia, docenas de periodistas fueron bloqueados, acosados y detenidos –simultáneamente- por la policía y los manifestantes.

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El fotoperiodista Marco Bello trata de ponerse a salvo durante una protesta. Caracas, 31 de marzo de 2017.
©Ariana Cubillos.

Hubo allanamientos de domicilios de periodistas en países tan distintos como Australia y Pakistán. Reporteros de la televisión pública francesa fueron agredidos hace pocas semanas en Bruselas. En Italia, no menos de veinte periodistas tienen que llevar escolta permanentemente por amenazas mafiosas. De modo que hay una escala variada y paulatina. Esos ataques empiezan siempre con insultos, amenazas y gestos. No hay que tomarlos nunca a broma.

Odio globalizado

El odio a la prensa es un fenómeno viejo, recurrente. Y frecuentemente atizado por ciertos líderes políticos. También lo generan estrellas mediáticas que creen no pertenecer al común de los mortales. Propietarios o gestores de oligopolios informativos lo utilizan para desviar la atención de sí mismos. El gran magnate mediático del planeta, Rupert Murdoch, culpó a sus propios empleados y periodistas del escándalo de las escuchas en el Reino Unido. Los  Murdoch de turno están siempre más seguros en sus despachos que quienes buscan información en la calle  (o la presentan en una pantalla).

Así que los airados callejeros no miran tan lejos. Sólo hacia la periodista de base que está en un acontecimiento o al redactor que está en la mira del mando a distancia del televisor. En ese momento, la descarga de ira surge de inmediato.

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Fotógrafo golpeado en abril de 2018 durante una manifestación en Nicaragua. Imagen de EFE difundida por el Colegio de Periodistas de Costa Rica.

Como en un estadio de fútbol. A viva voz y con gestos injuriosos, los más atrevidos. En la sombra de las redes sociales, los más cobardes. A continuación, esa cólera barata se multiplica y vulgariza. El acoso se hace colectivo. La ofensa se hace banal y empieza a preparar el terreno para daños mayores.

Las manipulaciones y las falsedades informativas existen, desde luego, pero también la información honesta de muchos medios. Por desgracia, ese aspecto parece enterrado por los delirios conspiracionistas que centuplica una vaporosa modernidad. Hay un proceso avanzado de satanización de los llamados “medios tradicionales”.

¿Por qué sigues yendo al kiosko todos los días?, me reprochan algunos esclavos de la fascinación digital. Leer un diario impreso en el metro parece ya una ofensa para esos censores encolerizados. Así que tiendo a desafiarles: soy usuario escéptico de lo digital y tiendo a ser benévolo militante de lo impreso. Asimismo, me zampo informativos radiofónicos y telediarios de manera insaciable.

Hace como un par de meses, Mónica López, que dirige la información del tiempo en TVE, expresó públicamente su hartazgo por los insultos que recibía: “Harta de que por salir en la tele cualquiera se sienta con derecho a agredirme”.  Alguien le respondió -en Twitter- que no “lloriqueara” porque otras profesiones son más duras. Como si las agresiones –relativamente frecuentes- a enseñantes, personal sanitario o conductores de autobuses justificaran las invectivas contra esa periodista y mujer de ciencia.

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Cécile Djunga en una imagen de la RTBF

Hace algunos meses más, Cécile Djunga, también presentadora de la información meteorológica (pero en la RTBF, la radiotelevisión pública de Bélgica), tuvo la misma reacción que Mónica López: hizo público su enfado, su exasperación, por recibir insultos racistas y amenazas rutinarias. En especial, LAS periodistas son víctimas de ese acoso, como profesionales de la información y por ser mujeres. Los pozos de odio se llenan gota a gota. Las manadas beben ahí a diario.

Manipuladores y lameculos del poder

Prensa culpable, medios lameculos, televisión propaganda. La crítica de los medios de comunicación –siempre necesaria- se ha reducido a un montón de estereotipos y basura. No hay crítica, ni análisis; sólo brotan la fiebre, la ira, la cólera autojustificada, repentina. Contribuye a ello ese otro lugar común, aquello de… “esto no lo verás en los medios de comunicación”. Con frecuencia, es mentira. Ya lo he visto, oído o leído en un medio que el airado insomne desprecia y considera manipulador al cien por cien. Con frecuencia, hace años que esa persona dejó de leer –si es que lo hizo de verdad- revistas o diarios impresos.

Y esa corriente entraña peligros. Esos tópicos -que repiten algunos colegas- aumentan la furia de numerosos tipos frustrados por otros motivos. Una frustración que transforman en rabia con el empuje añadido de otros cuerpos colectivos, de servicios diversos o  por campañas destinadas a servir intereses globales. Son esos oscuros gabinetes los que despliegan su poder emitiendo miles de mensajes en la batalla diaria de las redes sociales. Y frustrados papagayos anónimos los recompensan amenazando a las Lise Nicolle de turno.

En 2011, mientras me oponía con otros al desahucio de una familia cerca de mi domicilio, un tipo amenazó a una periodista y un joven camarógrafo de TVE que grababan los forcejeos con la policía. Al idiota le sorprendió que otro periodista –me identifiqué como tal- pudiera ser a ratos activista social. Como si sólo fuéramos discípulos obedientes de una fuerza oscura. En Madrid, recibí amenazas por ejercer mi profesión muy joven: una carta de un grupo fascista tras escribir un artículo en una revista deportiva. En Santander, después de un reportaje de tribunales, un maltratador telefoneó a la redacción para decir me haría lo mismo que a su mujer. Le quemaba a diario con cigarrillos. En el Ateneo de Madrid, en un debate sobre los medios y los conflictos armados, unos descerebrados quisieron pegarme a mí y a Pepe Comas (El País) porque la OTAN bombardeaba Belgrado. Eso por no hablar de las veces que las fuerzas de seguridad o soldados o milicias me pusieron un arma en la cabeza. Al menos en una ocasión, en Kosovo, nos dispararon de cerca, a mí y a todo el equipo de TVE. En París, en distintas manifestaciones, me ha caído de todo. En noviembre pasado, en Palestina, junto a colegas árabes y miembros del Comité Ejecutivo de la Federación Internacional de Periodistas, sufrí el efecto de un ataque con bombas de gases asfixiantes cuando -ante un punto de control militar- mostrábamos nuestro carnet de prensa internacional. Pero no lloriqueo. No es mi estilo. Pero tampoco pondré la otra mejilla.

Sé perfectamente que en nuestro campo hay intoxicadores y corruptos, tertulianos altaneros y medios creados para la manipulación. Fruta podrida. Pero eso no justifica que los periodistas individuales reciban cada vez más amenazas. A las leyes que recortan la libertad de prensa, a los impedimentos habituales que sufre cualquier fotógrafo en la calle, se suma un discurso que convierten en rutina determinados “expertos”. Con preferencia desde trincheras digitales, la crítica al periodismo “tradicional” ha degenerado. Y los más descerebrados descargan sus frustraciones y su rabia contra el primer periodista que ven en una pantalla o que se cruzan en cualquier evento social o deportivo. También contra los numerosísimos colegas digitales.

Entretanto, los asesinatos de periodistas continúan en muchos lugares del mundo. Las víctimas más numerosas suelen ser reporteros que hacen información local. Diecinueve periodistas han sido asesinados desde que empezó 2019, según el recuento actual de la Federación Internacional de Periodistas.

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Portada del diario Irish Examiner tras el asesinato de Lyra McKee.

En la Unión Europea, tenemos presentes los nombres de Daphne Caruana Galizia (asesinada en 2017 en Malta), junto a los de Jan Kuciak y Martina Kusnirova (Eslovaquia), ambos periodistas que investigaban la corrupción. Como estos últimos, en 2018, en Bulgaria, la joven presentadora Viktoria Marinova  fue violada y asesinada después de hacer un programa sobre fondos europeos y corrupción. Lyra McKee fue asesinada hace poco más de dos meses en Irlanda del Norte. En el último informe anual de la FIP https://www.ifj.org/fileadmin/user_upload/IFJ_2018_Killed_Report_FINAL_pages.pdf se detalla el aumento de la impunidad de los atacantes, el crecimiento de las leyes mordaza y el mantenimiento de las normas “contra la blasfemia”, el uso de los tribunales y las denuncias “por difamación”, son fenómenos paralelos a la expresión de ira colectiva contra los plumillas. Y éstos sufren cada vez más una precarización laboral creciente y nuevas formas de censura.

Los insultos y las amenazas son otra semilla de la censura de mil caras. Y quienes acosan contribuyen a todo eso y al olvido de feos «detalles» del mundo de la información: se olvidan de la concentración mediática y de la desestabilización política de los medios audiovisuales públicos. Mientras los nuevos reaccionarios gobiernan ya en muchos lugares de Europa, la principal culpable resulta ser esa joven periodista que tiene un contrato muy precario, pero que lucha por ejercer su oficio ética y  profesionalmente.

El odio a la prensa es un fenómeno recurrente, histórico. El problema hoy es que los mayores distorsionadores de información -y los falsarios del infoentretenimiento- impulsan alegremente ese odio que parece dispuesto a transformarse en ataques y amenazas precisas. Se justificarán más tarde o más temprano con algún pretexto ideológico, religioso, moral. A la manipulación verdaderamente existente, se sumarán delirios conspiracionistas que -en su mayor parte- se expresarán en la galaxia digital.

En conjunto, forman y expresan una tiranía inadmisible, sectaria, potencialmente muy peligrosa. No deberíamos permitir que crezca en nuestro entorno. No podemos disculparlos, ni amparar su cólera malsana. Menos aún si se trata de esos infiltrados mediáticos que aparentan ser periodistas para beneficio de determinados grupos de poder. Tanto si se expresa en medios de comunicación como en redes sociales, únicamente se trata de una variante del odio globalizado. Esa deriva (antidemocrática) con apariencia de implacable justicia nos amenaza a todos, periodistas o no.

Paco Audije
Periodista. Fue colaborador del diario Hoy (Extremadura, España) en 1975/76. Trabajó en el Departamento Extranjero del Banco Hispano Americano (1972-1980). Hasta 1984, colaboró en varias publicaciones de información general. En Televisión Española (1984-2008), siete años como corresponsal en Francia. Cubrió la actualidad en diversos países europeos, así como varios conflictos internacionales (Argelia, Albania, Kosovo, India e Irlanda del Norte, sobre todo). En la Federación Internacional de Periodistas ha sido miembro del Presidium del Congreso de la FIP/IFJ (Moscú, 2007); Secretario General Adjunto (Bruselas, 2008-2010); consejero del Comité Director de la Federación Europea de Periodistas FEP/EFJ (2013-2016); y del Comité Ejecutivo de la FIP/IFJ (2010-2013 y 2016-2022). Doce años corresponsal del diario francófono belga "La Libre Belgique" (2010-2022).

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