Distinguir

La vida está llena de ejemplos, de buenos ejemplos, que son los que hoy quiero destacar. El ser humano es capaz de lo peor, pero, sin duda, también de lo mejor. Tanto es así que hace unos años, con la facilidad que da el convivir con gentes que te enseñan todos los días, escribí un libro titulado “Tiempo de Ejemplos y Esperanzas”, bajo el patrocinio de una entidad benéfica, con la que contribuimos a sus nobles causas. Me dieron toda una lección existencial.

Es verdad que cuesta trabajo, a veces, el poder dar con los modelos más nutrientes. Las sugerentes excelencias de la fama y del éxito nos conducen por sendas supuestamente provechosas que al final, siempre ha sido así, no lo son tanto. Hay demasiado engaño, consentido o fruto de la superación.

Encontramos constantemente personas que se manifiestan grandes y que nos venden humos expansivos. Con tanto árbol en el itinerario (sigo refiriéndome a esas personas) no nos dejan ver el bosque. No es fácil localizarlas. Parecen sanadoras, salvadoras, en la doble acepción de ambas palabras. Cuidan mucho las formas y los contenidos de sus vocablos, y arrastran a multitud de gentes con un atractivo natural. Son geniales, según nos dicen, o excepcionales, como puede que nos hagan creer. Luego, si indagamos un poco más, resulta que no es exactamente así.

A mi entender, la vida se mueve con y desde seres anónimos, con personas que albergan un ingente corazón. Por sus hechos las conocemos. Intervienen en eventos donde no obtienen más beneficio que la sonrisa o el bienestar de otros. No nos engañan, porque no tratan de mostrarse como no son. Se les ve a la legua, sin que lo pretendan, porque su buen hacer transciende más allá de lo que nos cuentan los grandes titulares periodísticos.

La intrahistoria, que nos decían los escritores de 1898, nos viene dada por seres desconocidos que no buscan marcar el camino, sino vivirlo, “como estelas en la mar”, que nos resaltara Machado.

Hemos de realizar el esfuerzo constante de hallar a esas personas. Debemos descubrirlas, descifrarlas, para conocer dónde está el trigo sin confundirlo con la paja. Son necesarias, indudablemente, por su capacidad de resistencia, de aprendizaje, de compartir, de mirar más allá, de mantener la serenidad y de manejar las distancias.

Está claro que no todos somos iguales. Tenemos los mismos derechos, y, por supuesto, cada uno, en sus condiciones y coyunturas, debe cumplimentar las obligaciones que le tocan, pero nuestros comportamientos son dispares. No todos desarrollamos las mismas actitudes. Por lo tanto, los resultados de nuestros quehaceres igualmente varían.

La vida, y conviene que lo subrayemos, se ha vuelto muy compleja. Todo anda un poco patas arriba, quizá por las prisas, puede que por la crisis, o bien porque los visiones éticas han ido transformándose por mil cuestiones. Sin embargo, las esencias, lo que vale, al menos a mi juicio, no ha cambiado. Veamos unas cuantas: cuando uno da su palabra, la da, y debe cumplirla; tampoco podemos hacer a los demás lo que no deseamos para nosotros; el perdón ha de ser una premisa, así como el amar a los otros, el no hacerles daño, el prestar manos amigas en situaciones de dolor, de carestía, de peligro…

Me encanta ese concepto de los griegos de la “justicia distributiva”, que tenía que ver con que a cada uno lo suyo, en función del esfuerzo, de comportamiento, del compromiso y de la actitud. Ello quiere decir que debemos distinguir a los buenos de los malos a tenor de sus obras maestras y accesorias. Parece evidente que hay casos en los que no es fácil definirlos, pero hay otros en los que sí lo es, y aquí el silencio o no hacer nada no sólo no es rentable sino también una mala opción, a la par que una pésima postura.

Es momento, por ende, de que veamos lo que nos conviene como sociedad y lo que no, y que, consecuentemente, lo digamos. Debemos apartarnos de los que venden humo o nos roban la cartera de la felicidad, a la que todos tenemos derecho. La no pro-actividad en este caso equivale a complicidad. Por eso os animo, me animo, a que distingamos a aquellos que nos aportan algo bueno de los que nos detienen y nos rompen. Recordemos que sólo se vive una vez y que las oportunidades de crecer en lo personal y en lo colectivo son escasas. Vayamos a por todas.

Juan Tomás Frutos
Soy Doctor en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid, donde también me licencié en esta especialidad. Tengo el Doctorado en Pedagogía por la Universidad de Murcia. Poseo seis másteres sobre comunicación, Producción, Literatura, Pedagogía, Antropología y Publicidad. He sido Decano del Colegio de Periodistas de Murcia y Presidente de la Asociación de la Prensa de Murcia. Pertenezco a la Academia de Televisión. Imparto clases en la Universidad de Murcia, y colaboro con varias universidades hispanoamericanas. Dirijo el Grupo de Investigación, de calado universitario, "La Víctima en los Medios" (Presido su Foro Internacional). He escrito o colaborado en numerosos libros y pertenezco a la Asociación de Escritores Murcianos, AERMU, donde he sido Vicepresidente. Actualmente soy el Delegado Territorial de la Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC) en Murcia.

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