El argumento

Isabel Hernández Madrigal[1]

El mundo es un gran cementerio, con esta tremenda frase en la cabeza me he despertado esta mañana. Anoche estuve viendo en la televisión el programa “Hablando con las almas”, y yo creo que no me hizo bien. Ya me lo decía mi madre “niña, que tú no puedes ver los programas de miedo que luego sueñas”.

Pero ya se sabe, basta que una madre te diga que no puedes hacer algo para que tú lo hagas. Desde la prohibición veo todos los programas y películas de miedo tapándome los ojos y los oídos a la vez, soy una experta en colocar las manos en la cara para hacerlo, y dejar una pequeña rendija por la que mirar, por lo que finalmente no sirve para nada y el susto me lo llevo de todas formas.

Mi madre tenía razón, aunque yo no quería dársela, y luego sueño y tengo pesadillas, o como en el día de hoy, me rondan extraños pensamientos en la cabeza, que no se van ni escuchando música. Están ahí, perennes, desafiantes, diciéndome “anda bonita, a ver cómo sales de esta”, y yo entro al trapo, siempre entro al trapo y termino desarrollando toda una argumentación que me empeño en exponer a los que me rodean.

Este comportamiento me ha costado dos novios. Yo lo sé, pero es que no puedo evitarlo. El último, Enrique, que fue el que más me duró, en concreto un año y cuatro meses, me dijo un día “ya te vale” después de escuchar, yo creo que sin mucha atención, una de mis argumentaciones.

Ahora estoy sola, puedo argumentar y argumentar libremente, lo único que no puedo hacer es exponerlo ante nadie. Mis amigas, pasan. Cuando lo intento, me cortan diciendo “ya está Paula con sus cosas”, lo que significa claramente, “o te callas, o nos vamos”.

Por eso, cuando me he levantado esta mañana, con esta idea en la cabeza me he puesto inquieta, porque yo no puedo evitar desarrollarla, pero estoy sin público y sin público ningún desarrollo es lo mismo. Alguien tiene que estar ahí para confrontar, aunque sinceramente, nunca ningún público mío me ha confrontado nada, pero yo no pierdo la esperanza, nunca la pierdo.

Mi ex segundo, Enrique, me decía “esto tuyo no es esperanza, es cabezonería”. Es mi ex, con motivos. Mi madre también me decía, “Enrique es mucho peor que Carlos, yo no sé cómo lo haces, hija”. Carlos, fue mi primer ex. Más majo. “Me quería, decía”, aunque un día, después de seis meses saliendo, me dijo “Te quiero Paula, créeme, pero no te soporto” y se fue.

Mi madre, ahora que estoy sola, no me dice nada, pero yo lo sé, no cree en mí, ni en mi capacidad de retener un hombre a mi lado, pero claro, ella lo tuvo fácil, se quedó viuda a los cuatro meses de casarse cuando ya estaba embarazada de mí, por lo que convivir, lo que se dice convivir con un hombre, ha convivido menos tiempo que yo. Mis ex, viven los dos, y por lo que sé de ellos, les va estupendamente. A veces pienso si en realidad no seré una bruja, pero este pensamiento me dura muy poco, porque ya lo he desarrollado y he llegado a la conclusión de que es imposible que lo sea.

El mundo es un gran cementerio

Mientras me preparo el desayuno, me he puesto a pensar en la vida y la muerte, y efectivamente, he llegado a la conclusión de que el mundo es un gran cementerio. Varias ideas me rondan por la cabeza, a la vez que golpeo los dedos de la mano izquierda rápidamente contra la mesa, y con la mano derecha me bebo a sorbos el café. La cafeína es buenísima para pensar y a mí me hace efecto enseguida.

Lo cierto es que no sé por qué no se le ha ocurrido antes a algún pensador importante o a algún científico, porque a mí me parece de cajón. El mundo es una bola suspendida en el espacio y que gira y gira alrededor de sí misma y del sol, por lo que si la fuerza de giro no aumenta ni disminuye, la bola debe pesar siempre lo mismo. Ya tengo la primera premisa de la argumentación y además la tengo razonada. Mi ex uno me diría: “cómo sigas por ese camino esto se va a acabar”, y se acabó, es verdad, pero es que Carlos no era muy pensador, follador sí, pero pensador, no.

Bien, si la bola del mundo pesa siempre lo mismo, lo que hay dentro de ella, siempre es lo mismo, esté en la forma que esté y nos guste más o menos lo que este mundo contenga.

Suena el teléfono en plena argumentación y esto sí que me fastidia. Pienso que es mi madre y que no voy a cogerla, pero al final contesto y efectivamente es mi madre “que no madre, que no te preocupes, que estoy bien, que sí, que quedo con mis amigas, que ya he superado lo de Enrique, que de verdad que mi próximo novio lo eliges tú…”.

Cuarenta minutos al teléfono y yo con la argumentación a medias y así, pierdo el hilo y además mi mente comienza a ir más despacio. “Necesito otro café, pienso”, y me pongo otro café a ver si así mis neuronas se ponen otra vez en funcionamiento y dejo de pensar en mi madre y en las cosas que me dice y, lo que es peor, en todas las que no me dice, pero que yo sé que piensa y si no a cuento de qué me suelta “el próximo novio te lo busco yo”.

Golpeo, de nuevo, los dedos de la mano izquierda sobre la mesa a ver, si de este modo, vuelvo a coger el hilo y puedo continuar con mi razonamiento.

Bien, si el mundo contiene siempre lo mismo, pues nada hay nuevo dentro de él, así que todo lo que nació, vivió y se reprodujo terminó muriendo y lo hizo aquí dentro, en esta bola, de la que nada se sale porque gira en dos direcciones, sobre su eje y alrededor del sol y esas dos fuerzas hacen que todo quede dentro.

Este razonamiento tan simple se observa con claridad para todos los que me miran o me leen “raro”, con el ejemplo del cubo de agua. Tu haz girar el agua del cubo con fuerza dentro del cubo y luego lo haces girar también sobre tu cabeza y ¡Ah, sorpresa!, el agua no se te cae encima. Es simple, es sencillo, es evidente y es claro. Tiene todo lo que un razonamiento necesita para ser correcto.

Pues ante esto, ni mis amigas con su comentario “tú estás fatal, Paula”, ni ninguno de mis ex, se hubiesen inclinado. Carlos, me habría dicho “ni te soporto, ni te entiendo. ¿Se puede saber por qué piensas estas cosas, en vez de pensar, como todas las mujeres, dónde vamos a ir de vacaciones el próximo verano?”

Enrique, que según mi madre, era mi elección más errónea, era más comprensivo. Me hubiese escuchado con la apariencia de un ser paciente, eso sí, con un gesto de esos típico de él, arrugando el entrecejo y con cara de “hasta cuando vas a seguir así”, gesto que, por otra parte, yo conocía bien y odiaba, porque aunque parecía escucharme, no me escuchaba, lo que hacía era juzgarme, me juzgaba continuamente y sí, es verdad, él me dejó a mí, pero en el fondo yo se lo agradecí, porque es muy difícil convivir con un juez que te observa y te juzga, para terminar condenándote y aunque tú lo sabes, el miedo, como si de una película se tratara, no se te quita nunca. Enrique era mi espada de Damocles y cuando se marchó, afortunadamente, se llevó la espada con él.

Alguien llama a la puerta. Otra interrupción, así es imposible ni argumentar, ni razonar, ni concluir, ni nada de nada. “Pues no abro, me digo”, pero me levanto. El sonido del timbre me ha sacado del razonamiento y el café lleva ya rato agotado, así que necesito cambiar un poco de actividad, porque pensar, aunque no lo parezca, porque todo el mundo lo hace, es cansado.

Otro día, demostraré por qué cansa pensar, pero hoy no. Hoy no puedo distraerme más. No puedo pasar de un razonamiento a otro “sin ton ni son” porque entonces le daría la razón a mi madre “hija, no hay quien te entienda. ¿Puedes parar un poco y explicarte? No lo comprendo. ¿Cómo he podido tener una hija como tú?, pasas de una cosa a otra sin ton ni son”. Esto me dice y se queda tan pancha. Mi madre me quiere, no lo parece, pero me quiere. Es madre y todas las madres quieren a sus hijos, así que no sé por qué la mía iba a ser la excepción que confirma esta regla.

Es un mensajero. Me trae mi última compra. Cuando comenzó esto de Internet, nunca pensé que se iba a convertir en el centro de mi vida. Pero sí, lo confieso, me ha conquistado y lo ha hecho mucho mejor que cualquiera de mis ex. Ha estado ahí. Solo ha estado ahí, pero ha sido constante, ha estado siempre y lo cierto es que ni Carlos ni Enrique estuvieron siempre. Si lo pienso bien, apenas estuvieron y si no estuvieron ¿Qué fue lo que me conquistó? Ya estoy divagando y en medio de un razonamiento de este tipo no se puede divagar. Me pongo otro café y ya van tres. Esta noche no pego ojo seguro, pero ahora vuelvo a sentir la cafeína en mis venas y me crezco.

La conclusión de mi razonamiento se ilumina como lo hace el sol cuando sale en la mañana. Pienso en mi madre y la imagino entrando en una página de citas, con la excusa de buscarme un novio, cuando en realidad lo que hace es buscar un marido para ella. Mis amigas me vienen a la cabeza como un resorte. Son buenas chicas, sin ellas no tendría nunca con quien salir.

También pienso en Carlos, solo convivimos seis meses, pero he de reconocerle que ha sido mi mejor amante, ser un follador es lo que tiene. Mi último ex Enrique, no era tan bueno en la cama, decía que “el sexo no es lo más importante en una pareja”, pero yo creo que sí. Cuanto menos sexo, menos pareja. Yo creo que me dejó porque le dije un día “Enrique, ¿Cuánto hace que no follamos?”. Pero ya no importa. Nada importa ahora salvo disfrutar del último sorbo de café, mientras golpeo la mesa levemente con los dedos de mi mano izquierda, y compruebo la exactitud de mi razonamiento:

El mundo siempre pesa lo mismo (premisa primera).

El mundo contiene lo mismo, sea en la forma que sea, todo lo que nació, vivió y se reprodujo terminó muriendo dentro del mundo (premisa segunda).

La conclusión es sencilla: El mundo es un gran cementerio. Las montañas, los valles, el fondo de los océanos, los mares, los ríos, los paisajes que se nos antojan hermosos y ante los que muchos nos extasiamos, no son más que tumbas, enormes tumbas mejor o peor decoradas, dependiendo de para quien, como en cualquier cementerio.

Y, por tanto, nosotros, todos los que ahora vivimos y existimos, caminamos sobre tumbas, vivimos sobre tumbas y aunque nos cueste creerlo, somos como “zombis” que salen del cementerio de vez en cuando, para volver a él sin remedio, en un eterno retorno. Un retorno eterno, en el que se mezcla todo lo vivo y lo muerto, desde el paleolítico, el neolítico, la edad de los metales, la edad antigua, la media, la moderna, la contemporánea  y que se remonta a un origen desconocido, que coincide con el inicio de esta bola en la que nos encontramos, y se dirige a un final, también desconocido, en el que como es de esperar y nos dice la lógica, esta bola dejará también de existir.

Esto es lo que yo llamo vivir dentro de una auténtica película de miedo y mi madre, mis amigas, mis ex y el resto de la gente están ahí, sin enterarse de nada.

  1. Relatos de Isabel Hernández Madrigal

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