Intelectuales y expertos entre el Medioevo y el Futuro

Los gobiernos tienen que hacer un mea culpa por considerar la salud de la población un gasto y no una inversión

Roberto Cataldi[1]

En estos días de cuarentena pude leer a algunos economistas para quienes la llegada del coronavirus enfermó la economía mundial. Pero yo me pregunto: ¿acaso ya no estaba enferma? Bástenos reparar en la historia económica de las tres o cuatro últimas décadas.

Hay expertos que sólo hacen referencia de la crisis del 2008, revelando una memoria sesgada. En efecto, veníamos mal desde hace mucho tiempo. Ya sé que los expertos pueden refutarme con estadísticas de datos macroeconómicos, con las que hábilmente justifican alguna política impopular o apuntalan la capilla ideológica en la que abrevan, pero yo tengo por costumbre caminar la calle, hablar y escuchar a la gente…

Este virus epidémico (tenemos otras epidemias no microbianas) ha puesto al desnudo un escenario de insolidaridades entre estados que sorprende cuando no indigna, y uno se pregunta qué fue de esos discursos que cosechaban elogios y eran motivo de minuciosas exégesis de los analistas políticos, pues bien, sólo eran retórica vacía.

Claro que esas insolidaridades también se esparcen desde lo alto de la pirámide hasta los distintos estratos sociales.

Los líderes mundiales, salvando contadas excepciones, durante años socavaron la confianza de la población quitándole crédito a los informes científicos, como sucedió con el cambio climático, cuando en realidad este cambio está transformando la sociedad, sus modos de vida, las economías y hasta las ideas.

Durante años las políticas de austeridad enfocaron los recortes presupuestarios en sectores socialmente sensibles, incluyendo el Estado de Bienestar, visto por algunos intelectuales convertidos en funcionarios como despilfarro hacia sectores que cultivan el parasitismo y la haraganería.

Yuval Harari considera que los países que han ahorrado dinero en los últimos años haciendo recortes en los servicios de salud ahora pagarán mucho más por la epidemia y, añade que una mejor asistencia médica a iraníes y chinos ayudará a proteger a israelíes y estadounidenses.

Para colmo ya no hay grandes líderes en las grandes potencias del planeta que sean capaces de gestionar inteligentemente la crisis. Loris Zanatta dice que si esto es una guerra, ¿dónde están nuestros generales? En fin, solo hay políticos incompetentes y demagogos, salvo excepciones como la canciller alemana que con sus virtudes y defectos ha procurado manejarse con sentido común.

Cuando por primera vez tomé conocimiento del brote de coronavirus de Wuhan, les dije a mis colegas y familiares que intuía que sería una gran epidemia. Las semanas pasaron y mi intuición lamentablemente se fue convirtiendo en realidad, pero la ciencia exige evidencias, no intuiciones.

En el ámbito de la cultura se insiste en anular la intuición, también en la crítica de que lo que no tiene el respaldo científico merece descartarse, sin embargo hay que tener cuidado en promover a la ciencia como sinónimo de virtud ya que existe no poca evidencia histórica sobre su utilización, tanto para el bien como para el mal, de allí que la ética no resida en la ciencia sino en el científico.

Hay muchas maneras de conocer y la ciencia no monopoliza el conocimiento, pero que quede claro: frente a la crisis del COVID-19 debemos atender las informaciones que tengan sólido respaldo científico.

En estos días se ha recurrido insistentemente a la metáfora de combatir la pandemia como si tratase de una guerra. No es nuevo, y quizá la última vez que se utilizó con tanto énfasis fue en los ochenta con el flagelo del SIDA, donde Susan Sontag abordó las metáforas empleadas en la medicina y su sentido moral: “Cualquier enfermedad importante cuyos orígenes sean oscuros y su tratamiento ineficaz tiende a hundirse en significados”.

Desde el Siglo dieciocho en adelante la tuberculosis fue en la literatura la enfermedad por excelencia. Las palabras de ninguna manera producen o generan la realidad. La clase política arma un relato creyendo que transformará la realidad, si bien es cierto que las palabras tienen consecuencias y la retórica puede hacer pie en las masas.

La pandemia no es una guerra

Comparar la pandemia con la guerra puede atraernos, aunque lo cierto es que no se trata de una guerra, ya que los ciudadanos no son los soldados que van al frente de batalla, el hombre de la calle más que obedecer debe ser responsable, y aquí no está en juego la patria si no la solidaridad de la sociedad y todos sus estamentos.

Otra metáfora compara la pandemia con el «cisne negro», teoría desarrollada por el libanés Nassim Taleb, basándose en que cuando los primeros exploradores europeos llegaron a Australia en el Siglo diecisiete quedaron asombrados al ver cisnes negros, hasta entonces se creía que los cisnes sólo eran blancos. La complejidad del planeta hace que los eventos inesperados considerados «cisne negro» aumenten. No podemos predecir lo desconocido, sí imaginar cómo nos afectaría si se produjese y cómo mitigaríamos sus consecuencias. Y no es sencillo saber qué hacer cuando no se sabe qué hacer…

Las cuarentenas nos remiten al Medioevo, pero la historia registra numerosas epidemias y cuarentenas muy anteriores. La Biblia le dedica varios versículos, sobre todo a la lepra. Hace más de cinco mil años la malaria y la tuberculosis afectaron a la población del antiguo Egipto. La «Plaga de Justiniano» entre los años 541 y 542 mató entre el quince y el veinticinco por ciento de la población mundial. La llegada de las tropas de Hernán Cortés a México habría reducido la población autóctona de treinta millones a solo tres millones en medio siglo a causa de las enfermedades que portaban los soldados desde Europa.

En efecto, en los pueblos autóctonos no había gripe, viruela, tuberculosis, malaria, fiebre amarilla, tifus, sarampión. A mediados del Siglo catorce con la peste negra Europa perdió un tercio de su población (unos veinticinco millones de habitantes). Finalizada la Gran Guerra, la Gripe Española (que no se habría originado en España) fue la pandemia más letal del siglo veinte, infectando a quinientos millones de personas en todo el mundo, con una mortalidad del diez por ciento. Trump, con su inocultable capacidad para estigmatizar, insiste en llamar al COVID-19 el «virus chino» y, me recuerda lo de la Gripe Española.

Hoy por hoy la cuarentena se extiende por todo el planeta y a la población se le pide que cumpla con las recomendaciones sanitarias para disminuir los contagios. Es correcto, pero en todas partes surgen dificultades para cumplir con el protocolo, como ser en América Latina noventa millones de familias que residen en villas de emergencia y que además de padecer los rigores de la pobreza viven hacinados y no disponen de servicios sanitarios. No se las tuvo en cuenta, el protocolo se pensó para la clase media.

El progreso en el transporte permite que viajando en avión uno pase de un continente a otro en pocas horas y hasta llegue a dar la vuelta al mundo, de allí que lo inédito sea la velocidad con que se pueden propagar las epidemias. A ello debemos sumarle la velocidad de las comunicaciones que nos permite tener información de lo que sucede en otro país al instante.

Mientras las epidemias estuvieron confinadas a Asia o África no fueron motivo de preocupación para las sociedades occidentales, pero ahora el virus llama a nuestra puerta y esto nos preocupa. Los gobiernos tienen que hacer un mea culpa por no prever que esto sucedería, por considerar la salud de la población un gasto y no una inversión.

En fin, la pandemia nos ha sumido en el miedo, que se suma a los otros miedos que venimos arrastrando con el cambio de época. El nuevo virus, además de mostrarnos nuestra vulnerabilidad que incluso llega hasta los más poderosos, no solo compromete la salud y la vida, ya que revela serias repercusiones económicas, geoestratégicas, morales, incluyendo la libertad de los individuos que cada vez están más controlados por la tecnología.

Muchos se preguntan qué sucederá con esta suerte de sociedad de control y vigilancia una vez que pase la pandemia… No dudo que caerán paradigmas. Pero, ¿se configurará un nuevo mundo regido por un orden mucho menos crematístico y más humanitario?

Mi intuición me dice que no, claro que puede ser el comienzo de un largo proceso de cambio que sea positivo. Al día siguiente del levantamiento de la cuarentena nada será igual, esto incidirá en el futuro, marcado por una profunda incertidumbre, y nadie sabe qué pasará.

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)

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