Javier Bauluz: “Muerte a las puertas del paraíso”

Fotos límite: 150 años de debate (2)

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(C) Javier Bauluz. Playa de Zahara de los Atunes (Cádiz), 2 de septiembre de 2000

Del sinnúmero de jurados de premios de Fotografía en los que participé dentro y fuera de España a lo largo de más de cuarenta años de oficio como periodista y fotógrafo, el de mayor dotación económica fue el de los Premios Libertad Luis del Olmo con los que Bernabé Cano, alcalde popular de La Nucía, un precioso pueblo alicantino del interior, escondido detrás de Benidorm, quiso honrar la figura y trayectoria profesional del archifamoso as de las ondas de la radio española.

Cien millones de las antiguas pesetas, 120.000 euros, fue la dotación de los premios, dividida en cinco categorías: radio, prensa escrita, televisión, fotoperiodismo y medios digitales. 20 millones de pesetas, 120.000 euros cada categoría. No hizo falta que cuando me llamó Luis para proponerme formar parte del jurado terminara de explicarme la filosofía del Premios para que le dijese que sí, que por supuesto, aceptaba encantado.

Han pasado de ello doce años y puedo decir que el fallo fue, junto con el del Premio Planeta que le concedimos a Cristina García Rodero en 1985, de los más fáciles en los que he participado. De los trabajos presentados sobresalía con tremenda fuerza la serie “Muerte a las puertas del paraíso” del fotoperiodista asturiano, Premio Pulitzer compartido en 1994 por sus fotos de Ruanda.

Conocía la serie de fotografías de Bauluz. Se trataba del reportaje más sobrecogedor y espeluznante sobre el drama de la llegada a las costas españolas de inmigrantes subsaharianos muertos. En este caso el escenario fue una playa de Zahara de los Atunes (Cádiz) el sábado 2 de septiembre de 2000. Los animosos playeros se encontraron con algo que no estaba en el programa: un primero extraño, luego sospechoso y al final dramático bulto: ¡un cadáver sobre la arena!

El jurado del premio, integrado por Luis del Olmo, Queca Campillo (Tiempo), José María Alguersuari (La Vanguardia) y un servidor, con Bernabé Cano, alcalde de La Nucía, como testigo sin voz ni voto, no lo dudamos: las fotos de Bauluz merecían el premio.

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(C) Javier Bauluz. Playa de Zahara de los Atunes (Cádiz), 2 de septiembre de 2000

He hablado largo y tendido sobre estas fotos con el autor; con Pepe Baeza, editor gráfico de La Vanguardia y muchos otros colegas, pero lo que más me ha emocionado fue escuchar discretamente los comentarios de personas corrientes en la Semana Negra de Gijón en la que estaban expuestas..

La foto de la sombrilla, como la de las palas, no hablan del drama de la inmigración que acaba en tragedia. Hablan… de la indiferencia de nosotros, “probos” ciudadanos que queremos ir el próximo sábado a la playa sin encontrarnos con desagradables ‘sorpresas’ en la arena…

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(C) Javier Bauluz. Playa de Zahara de los Atunes (Cádiz), 2 de septiembre de 2000

Llamado por la muerte

por José Saramago, Premio Nobel de Literatura

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José Saramago

Cuando Javier Bauluz bajó a la playa de Zahara ya sabía que se iba a encontrar un cadáver. Javier Bauluz es fotógrafo, en sus cámaras tanto caben besos como cuerpos destrozados. Si los besos se tornaron indiferentes por la vulgaridad y monótonos los muertos por la multiplicidad, la culpa no es suya. De él se espera que retrate lo que ve, no lo que le gustaría ver. En septiembre las playas están llenas de bañistas. A veces las olas traen un aguamala, un pecio, una concha partida, una bola de alquitrán. La concha y los pecios pueden interesar a artistas y coleccionistas del ready-made, el alquitrán y la aguamala hay que retirarlos con prontitud para evitar las justas reclamaciones de los turistas de fuera y de dentro. A veces es un ahogado quien recala a la costa, alguien a quien nadando le faltaron fuerzas o ya no las tenía cuando la patera se hundió. Entonces tres cosas pueden suceder ante el muerto tendido en la arena. Que los bañistas acudan y lo rodeen compasivos, pero eso no durará mucho porque la compasión, como sabemos, se cansa fácilmente. Que los bañistas, tocados en su sensibilidad, enrollen la toalla y regresen a casa, pero eso significaría perder las últimas horas de playa porque, como igualmente sabemos, el mundo va a acabar mañana. Que los bañistas sigan en lo suyo, ya que el muerto, muerto está, y, si es verdad que durante unas horas será un deslustre para la playa donde arribó, no la deslustrará más que la impertinencia del alquitrán, de la concha partida, del pecio y la aguamala. Y es en ese momento cuando aparece Javier Bauluz. Viene a realizar su trabajo. En otra ocasión tal vez lo atraería la translucidez de la medusa, la tabla mojada por los océanos, la cáscara vacía, el chapapote viscoso, hoy ha venido llamado por la muerte. No tiene la culpa de que los bañistas no se hayan retirado o de que no lloren alrededor del cadáver. Hace su trabajo, fotografía lo que allí está, el muerto y los vivos, fotografía tantas veces cuantas considera necesarias, desde tantos ángulos cuanto el arte de la fotografía prevé, admite y enseña. Dirá con sus imágenes lo que todos ya sabíamos: que los vivos, por la simple razón de que todavía están vivos, repelen automáticamente la evidencia de la muerte, incluso, o sobre todo, cuando la tienen ante los ojos o al alcance de la mano. Un día escribí que el muerto es el mejor amigo del vivo. Aquél cadáver en la playa era un amigo que venía a recordarnos que estamos siempre a la vera de morir, que no vale la pena que volvamos la cabeza hacia otro lado, porque la muerte puede estar a punto de tocarnos el hombro diciéndonos: “Estoy aquí”. Javier Bauluz bajó con su cámara a la playa y dijo: ”Está ahí”. Pero nosotros preferimos hacer como que eso no nos atañe, aprovechamos la última caricia del sol para sumergirnos otra vez en las olas, intercambiamos unos besos más y unas caricias con quien nos acompaña, nos tomamos unas cervezas, o un helado de vainilla, exclamamos: “Una tarde espléndida”. Y somos inocentes, no hemos hecho mal a nadie. Lo vivos se justifican siempre, realmente no sería sensato exigirles que a todas horas vuelvan la cabeza hacia este lado, el del dolor, el de la miseria, el de lo que podía haber sido y no será.

Javier Bauluz sólo es reo de un delito: el de creer que podíamos ser de otra manera. Honra le sea dada, por eso.

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(C) Javier Bauluz. Playa de Zahara de los Atunes (Cádiz), 2 de septiembre de 2000

Un cadáver frente a la sombrilla

“Aquella tarde en la playa de Zahara de los Atunes”

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Javier Bauluz en la playa de Tarifa

Por Javier Bauluz, autor del reportaje «Muerte a las puertas del paraíso», 2 de septiembre 2000

El polideportivo estaba lleno. Las gradas cubiertas de colores. Decenas de personas se agolpaban buscando un hueco para dormir. Vigilados por la guardia civil decenas de inmigrantes subsaharianos eran atendidos por la gente buena de Tarifa, varios jóvenes y mayores, pescadores, estudiantes y jubilados les ofrecían un poco solidaridad. En cambio el gobierno español no les daba ni una manta, incluso ya detenidos, los dejaba durante horas tirados en la carretera, como si fueran perros, empapados y heridos después de sobrevivir el cruce del Estrecho de Gibraltar amontonados en una patera.

El espectáculo era digno de un campo de refugiados en África, decenas de piezas de ropa se secaban al sol en improvisados tendederos, una mujer lavaba su ropa mojada en las duchas de la piscina, mientras otros inmigrantes dormitaban agotados tumbados en el suelo. Un subsahariano secaba sus zapatos al sol, y todavía con la cara contraída, me contaba, en inglés, el miedo que había pasado en la patera: «Pensé que no íbamos a llegar vivos, quiero dar gracias a Dios».

Un rato después, recortada sobre una blanca pared de cal, veo una sombra oscura y agachada que comienza a gesticular. Me acerco y veo al asustado inmigrante postrado de rodillas, alzando sus manos al cielo y recogiéndose en oración con las palmas de las manos juntas. Me sobrecoge la escena. A pocos metros otro inmigrante yace en el suelo agotado. Venciendo mi emoción y procurando no interrumpir sus rezos levanto la cámara y hago un par de fotos.

Un guardia civil se acerca curioso a la escena, se detiene y observa la situación. Encuadro al guardia, al que yace en el suelo y al fondo al que da gracias a su dios por estar todavía vivo. Hago varias fotos y en la última se ve al guardia con la gorra cogida con las manos detrás de la espalda, cabizbajo y respetuoso. Parece que le está acompañando en sus oraciones. Hago un par de fotos mas de lrropa al sol y me suena el móvil: un cadáver en la playa de Zahara.

Salgo corriendo sin despedirme. 20 km. De camino dos imágenes se mezclan en mi cabeza: el hombre arrodillado dando gracias por seguir vivo y la imagen de un muerto sobre la arena. Llego a la playa sobre las cinco de la tarde. Está cuajada de sombrillas, hace un día espléndido y la gente se baña en el agua caliente mientras otros toman el sol. No veo el cadáver, ni guardias, ni ambulancia ni ningún movimiento extraño. ¿Ya lo habrán retirado?

Finalmente al fondo de la playa, veo algo raro. Me acerco corriendo y veo una cámara de televisión , a otro colega haciendo fotos y un par de periodistas libreta en mano. A pocos metros hay un cuerpo en una posición extraña. Tomo aire y recuerdo que el rollo casi está terminado. Levanto la vista y veo una pareja sentada bajo su sombrilla con el cadáver a pocos metros. No se mueven de su sitio a pesar de los periodistas, sus cámaras y el muerto. Todavía jadeando disparo tres veces. La 32, 33 y 34ª del mismo rollo del superviviente que rezaba. Una de estas fotos es la de la pareja, la sombrilla y el cuerpo del inmigrante al fondo.

Me acerco más mientras saludo a los colegas periodistas. Camino hacia el cadáver con una idea en la cabeza: desde el otro lado se podrá ver el muerto y la playa llena de gente disfrutando. Nosotros y ellos en el mismo espacio pero en dos mundos distintos. La gente continúa su vida playera, se bañan, siguen tumbados, los niños chapotean en la orilla. Solo algunos bañistas, cinco o seis, comentan en un corrillo la tragedia. Me parece una falta de respeto y me indigna. Sea negro o blanco el muerto. Por desgracia no me sorprende en absoluto. Es la misma indiferencia que he visto tantos días con la suerte de los inmigrantes. No es asunto nuestro. Son erizos o bestias de trabajo, no son «personas humanas». En todo caso son delincuentes peligrosos a los cuales debemos temer y en consecuencia odiar. Vamos mejorando.

Con los ojos voy buscando el mejor ángulo mientras dejo atrás a los colegas. Solo un par de metros mas oigo una voz autoritaria: ¡No se puede pasar¡ Me giro y me encuentro con un joven a pecho descubierto en traje de baño. Le miro con sorpresa y me dice que es guardia civil. Le digo que soy periodista pero se niega a dejarme acercar al cadáver. Doy un rodeo y llego a las rocas que se dibujan al final de la playa. El guardia me da espalda. Ante mí el cadáver del inmigrante y una playa llena de gente y sombrillas. La primera, la de la pareja de la primera foto.

Después de un buen rato esperando algo nuevo decido bajar de las rocas cuando veo un grupo de gente que se acerca. Distingo uniformes y reconozco al sargento que esa misma mañana daba instrucciones a sus agentes de cómo preparar un biberón, mientras se rascaba el bolsillo para pagar la leche materna con la que alimentar a los dos bebés de uno y dos meses que había sobre su mesa del cuartelillo mientras les cambiaban los pañales. Nunca pensé que iba a ver una cosa así. El sargento de uniforme se acerca al cadáver con dos guardias en camiseta y pantalón corto. Lo reconoce y ordena cubrirlo, alguien aparece con una festiva toalla y lo tapan. Los colegas periodistas graban y filman la escena.

La marea ha subido desde que los guardias en bañador sacaron el cuerpo que flotaba en el agua. El sargento ordena llevarlo un poco mas arriba. El muerto queda boca arriba en una extraña posición y un poco mas cerca de la pareja de la sombrilla que, ahora tumbados observan toda la escena. Algunos curiosos se acercan a mirar.

Me acerco y saludo al sargento y a otros dos guardias que reconozco. Intercambiamos unas palabras de horror. El sargento llama por el móvil y habla con quien parece ser el juez de guardia. Le informa sobre el macabro hallazgo y contesta: «sí, es un hombre negro». «A sus órdenes» y cuelga con violencia la tapa del móvil. Ni a los jueces les interesa esta pobre gente. El juez acaba de delegarle el levantamiento del cadáver. No se va a tomar la molestia de venir.

Hace calor, mucho calor. En la escena de la tragedia solo quedamos un par de guardias y yo. Los periodistas se han ido. El cadáver cubierto ahora por una sábana se calienta al sol que baña a la pareja, que sigue en el mismo lugar, detrás de ellos la vida de la playa sigue su curso. Risas de niños, chapoteos mientras el sol empieza a bajar.

El tiempo sigue pasando, ya solo quedamos un guardia y yo vigilando el cadáver. Hago algunas fotos de parejas en biquini y bañador paseando cogidos de la mano a pocos metros del cadáver cubierto y del guardia. La vida sigue.

Casi dos horas después de mi llegada veo venir a dos hombres llevando un ataúd que pasan al lado de la pareja tumbada a la sombra de su sombrilla. Hago la foto. Depositan el féretro junto al cadáver. Uno de los funerarios se saca la arena del zapato mientras conversa con el guardia. Mas tarde llegan unos señores de paisano y empiezan a fotografiar el cadáver desde todos lados. Al principio pienso que son mas periodistas, pero uno de ellos me dice que no haga fotos y entonces descubro que son del servicio de identificación de la guardia civil. Tengo algún roce con él mientras le toman las huellas al muerto, hasta que se convence de que no me interesa su cara.

Hago más fotografías mientras lo introducen en la caja. Cuando acaban su trabajo dos guardias ayudan a los de la funeraria a llevar el ataúd a través de la playa. Sigo haciendo fotos. En una se ve el traslado y al fondo una feliz pareja juega a las palas. La pareja de la sombrilla ha desaparecido. Un niño muy curioso corre alrededor del ataúd durante parte del camino.

Cuando llegan a las escaleras unos gritos llaman la atención de los guardias y los funerarios. Los cuatro dejan el ataúd solo y van a hablar con las señoras que los llaman. Han encontrado la chaqueta del inmigrante muerto. La señoras se van y los guardias revisan la prenda. En el suelo depositan un pañuelo, un cepillo de dientes, uno del pelo, un billete de mil duros, una foto del Papa, un CD de Bob Marley y algo que hace “sospechar” de la segura delincuencia peligrosa del inmigrante, encuentran un metro, un metro de medir.

Hago varias fotos que convierten al bulto negro de la playa en una «persona humana» con amores y sueños: hijo, cristiano, amante de Marley, limpio, pobre y trabajador. A quien le importa.

Los guardias también encuentran varias fotografías envueltas en plástico: una de ellas debe ser de su bautizo a la africana, bañándose vestido de blanco en una playa, otras de él mismo y tal vez sus hermanos. Otra foto me impresiona: una antigua, en blanco y negro, de quienes debieran ser su padre y su madre, quienes nunca sabrán que le paso a su hijo, nunca sabrán por que no les escribe o les llama.

Nadie reconocerá el cadáver, no portaba ninguna documentación. Un guardia con blancos guantes quirúrgicos sujeta la foto de los padres sobre el ataúd. Disparo por ultima vez. He pasado unas cuatro horas en la playa de la tragedia y cuarenta días mas para poder documentar lo que pasaba en Tarifa. Son aproximadamente las 8 de la tarde del día 2 de septiembre de 2000.

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(C) Javier Bauluz. Playa de Zahara de los Atunes (Cádiz), 2 de septiembre de 2000

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Manuel López
Fallece en diciembre de 2014, siendo editor adjunto de Periodistas en Español. Periodista, fotógrafo, profesor y consultor de medios. En la profesión desde 1966. Perteneció a las redacciones de 'Gaceta ilustrada', 'Cuadernos para el Diálogo", 'El Periódico" y 'Tiempo'. En 1982 funda FOTO, revista que edita y dirige hasta 2009 (287 números). Fue vocal por el sector de la Fotografía en la Comisión Redactora del Anteproyecto de Ley de Propiedad Intelectual de 1987. Profesor de Fotografía de la Universidad Nebrija (1997-2001). Desde 2000, vinculado a la Escuela Superior de Publicidad. Autor de 'Fotografía Creativa', guía didáctica de un curso en una plataforma 2.0 (282 págs., Maren, Madrid, 2010). Su exposición fotográfica antológica 'Manuel López 1966-2006' va camino de 40 itinerancias por España y América.

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