¿Radicales o radicalizados?

Los últimos atentados perpetrados en suelo europeo deberían servir para recordarnos el mantra de nuestra clase política; todo se centra, cómo no, alrededor del llamado terrorismo islamista, una lacra difícil de aceptar o de combatir, una perversidad que no somos capaces de eliminar.

Algunos dirán que el mero hecho de emplear el término terrorismo islámico constituye una digresión, un atajo políticamente incorrecto.

Permítanme disentir: al escribir esas líneas no me refiero al terrorismo musulmán (¡sería un sacrilegio!), sino a los grupúsculos violentos que siembran la muerte y la desolación no sólo en el Viejo Continente, sino en todas las latitudes. La verdad es que lo llamaron terrorismo islámico poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Los asesores del entonces presidente norteamericano, George Bush, acuñaron este término tras haber intentado la variante terrorismo árabe – mucho más ofensiva e imprecisa – y otras lindezas, que apuntaban en la misma dirección: la criminalización de un grupo étnico.

Recuerdo que ya en aquel entonces nos rebelamos contra la ligereza de los islamólogos (islamologists) de la Casa Blanca, quienes trataban de convertir el mundo árabe – musulmán en el nuevo enemigo de Occidente. La URSS había desaparecido y, aparentemente, el peligro rojo también. Sin embargo, no podíamos ni debíamos practicar la política del avestruz; obviamente, si el Islam no era el peligro, el terrorismo radical islámico, heredado de las cabezas pensantes de Al Qaeda, sí lo era.

¿Qué pasó exactamente? Tras la mal llamada guerra contra el terror, iniciada por Bush, el enemigo público número uno, Osama Bin Laden, abandonó su escondite afgano, refugiándose en Waziristan, la zona montañosa de Pakistán De allí emitió el mensaje dirigido a los Estados Unidos y a Occidente: el combate continúa.  Volveremos dentro de diez años.

En realidad, todo empezó en 1988, unos meses antes de la retirada de las tropas soviéticas acantonadas en Afganistán.  Bin Laden y su lugarteniente, Mohammad Atef, antiguo policía egipcio perteneciente a la Yihad Islámica, decidieron convertir la oficina de coordinación de las brigadas internacionales que combatían junto a los afganos en un organismo encargado de velar por la repatriación y/o reasentamiento de los guerrilleros islámicos.

Sin embargo, la supuesta ayuda para la repatriación de los excombatientes, principal objetivo manifiesto de la organización, serviría de tapadera para los designios de sus fundadores, quienes pretendían disponer de un auténtico ejército en la sombra, capaz de reactivarse mediante el envío de una simple consigna a células militantes o grupúsculos “durmientes”. Para garantizar la eficacia de la red, los comandos operativos debían contar con una compleja infraestructura logística: dirección militar, suministro de armas y documentación, transmisiones, fuentes de financiación, pisos francos, etc.

Después del 11 de septiembre, los servicios de inteligencia occidentales parecían centrar su interés en detectar y desmantelar las células que formaban la telaraña integrista financiada por el régimen del ayatolá Jomeini. Pocos hablaban de las demás redes de corte islámico que pululaban en Occidente. Tanto es así, que a la hora me mencionar la existencia de agrupaciones radicales o de lobos solitarios – término usualmente empleado a sabiendas para minimizar la peligrosidad de dichas bandas, los investigadores utilizaban gustosamente la expresión se han radicalizado.

Se han radicalizado. Pero, ¿por qué no reconocer las evidencias? Se trataba de agrupaciones extremistas afincadas en Europa en el momento en que los servicios de lucha contra el terrorismo empezaron a confeccionar el censo de dichos grupúsculos y de fichar a sus miembros.

Durante décadas, el suelo francés fue utilizado por movimientos radicales argelinos (FIS, GIA), tunecinos (En Nahda), turcos (Kaplan) y un sinfín de organizaciones afines a la ideología y las cajas de caudales de la monarquía saudí. Los fondos y donativos procedentes de Riad y los emiratos del Golfo Pérsico – principalmente Qatar – fueron gestionados por la Federación Nacional de los Musulmanes de Francia, que actuaba bajo los auspicios de la Liga Islámica, ente-paraguas administrado por Arabia Saudí y Pakistán.

Alemania federal, que cuenta con varios millones de inmigrantes de origen turco, aunque también bosnio y magrebí, se convirtió en feudo de los radicales de Milli Gorüs, Kaplan y Nurgiu, agrupaciones que apoyan, directa o indirectamente, a los islamistas de Turquía.

En Italia y Bélgica proliferan organizaciones de corte religioso convertidas en plataformas y apoyo logístico de organizaciones muy activas en los países limítrofes.

En España, el añorado Al Andalus, las asociaciones islámicas habían gozado, al menos aparentemente, de un estatus privilegiado en comparación con Francia, Alemania o el Reino Unido, países en que las dos grandes corrientes que propugnan el Islam radical, los iraníes y los saudíes, pugnaron para afianzar su presencia.

No hay que extrañarse, pues, al comprobar que la Comunidad Islámica de España, integrada por asociaciones musulmanas creadas en las últimas décadas en Andalucía, propugnaba en su acta fundacional que: “… la autoridad del último profeta, Muhammad (la Paz con él), debe ser reconocida sobre las formas anteriores de religión de Moisés y Jesús”. Más claro…

Sin embargo, los emisarios de Riad procuraban limitar su actuación al establecimiento de centros culturales, cuyo principal objetivo era la creación de una nueva hornada de españoles mahometanos, punta de lanza del Islam conservador en tierras del Califato (¡de Córdoba!).

Los paquistaníes, que actuaban a la sombra de la monarquía saudí, fueron los artífices de la puesta en marcha de estructuras económicas en zonas clave para la inmigración musulmana: Cataluña, Madrid y las Islas Canarias. Sin descuidar, claro está, Ceuta y Melilla.

Durante años, las autoridades españolas trataron de eludir cualquier comentario relacionado con la actividad de los grupúsculos y asociaciones de corte islámico. Sin embargo, los funcionarios encargados de supervisar los programas de lucha antiterrorista no ocultan su inquietud ante la constante proliferación de agrupaciones vinculadas al Islam conservador y radical.

Con razón: los atentados perpetrados en las últimas semanas en Europa no son los primeros ni serán los últimos. Culpar de los recientes estallidos de violencia a Al Qaeda, Estado Islámico, Irán o Turquía sería pecar de miopía. La gran telaraña ideada por Bin Laden se ha activado y es más dinámica que nunca.

Sería, pues, un error afirmar que sus integrantes se han radicalizado. No, en absoluto: los miembros de las células hasta ahora durmientes son radicales. Ocultar las evidencias no beneficia a nadie.

Adrian Mac Liman
Fue el primer corresponsal de "El País" en los Estados Unidos (1976). Trabajó en varios medios de comunicación internacionales "ANSA" (Italia), "AMEX" (México), "Gráfica" (EE.UU.). Colaborador habitual del vespertino madrileño "Informaciones" (1970 – 1975) y de la revista "Cambio 16"(1972 – 1975), fue corresponsal de guerra en Chipre (1974), testigo de la caída del Sha de Irán (1978) y enviado especial del diario "La Vanguardia" durante la invasión del Líbano por las tropas israelíes (1982). Entre 1987 y 1989, residió en Jerusalén como corresponsal del semanario "El Independiente". Comentarista de política internacional del rotativo Diario 16 (1999 2001) y del diario La Razón (2001 – 2004). Intervino en calidad de analista, en los programas del Canal 24 Horas (TVE). Autor de varios libros sobre Oriente Medio y el Islam radical.

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