Vivir en Moscú (Última parte)

De lo que viví y aprendí en esa enriquecedora experiencia que fue vivir dos años en Moscú, me sigue sorprendiendo muchísimo que un pueblo capaz de producir músicos y escritores de tan indiscutible calidad y valía, y con millones de habitantes cultos, inteligentes, sacrificados, luchones, solidarios, ávidos lectores y ansiosos por aprender, pudiera ser atemorizado por funcionarios que como en capas de crepas, lo engañaban y oprimían.

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Rusia, Moscú, silueta del Kremlin al anochecer

Y por lo que advertí en su consumo de alcohol, me parece que tampoco esos apparátchiki eran felices con lo que hacían. 

Antes de llegar a la URSS, pensaba que el mundo socialista sería totalmente diferente del capitalista; que habría mayor dignidad, igualdad y justicia.

Ya ahí, me dio muchísimo gusto que no hubiera niños mendigando y la atención y el cuidado que sus familias y el gobierno les daban.

Pero fuera de eso, que no es poco, me topé con casi los mismos problemas de desigualdad que en muchos países capitalistas.

Millones de soviéticos sacrificaron sus vidas por construir el socialismo, pero no lo gozaron, vivían en completa austeridad, haciendo colas para lo más indispensable y sin los mínimos de confort.

Me molestaba y conmovía, que el Estado no fuera capaz de darles siquiera un par de buenas muletas o una silla de ruedas decente a esos centenares de mutilados de guerra que vi llegar los 9 de mayo al Parque Gorki a conmemorar el Dien Pavieda, Dia de la Victoria de la segunda Guerra Mundial.

Muchos caminaban apoyándose en una silla de comedor o arrastrando un banco de cocina en el que cada pocos pasos, debían sentarse.

Se pregonaba que la URSS había dignificado a la mujer y fue cierto con respecto a las mujeres musulmanas y de las repúblicas asiáticas a las que abrió la posibilidad de asistir a la escuela y a centros de salud.

Pero la mayoría de las soviéticas que conocí, debían soportar maridos borrachos y no contaban con los más necesarios artículos para limpiar; los detergentes eran infames y no tenían lavadoras de ropa, licuadoras, jugueras, aspiradoras o planchas cómodas.

Vaya, ni siquiera ralladores para poder moler jitomates, verduras y cebollas, sin que se fueran las uñas y algunas veces la punta de los dedos.

Entiendo los problemas que para los dirigentes representaban los gastos de la Guerra Fría y tras de todo la necesidad de amalgamar millones de habitantes de quince repúblicas con diferentes lenguas, culturas, ambiciones, conflictos y grados de desarrollo.

Posiblemente, si se hubieran concretado los cambios propuestos por Yuri Andropov y Mijaíl Gorbachov y las expectativas que generaron en la población perestroika y glasnost, ideados no para destruir el socialismo sino precisamente para hacerlo funcionar, persistiría la Unión Soviética.

Pero se vivía un mundo de mentiras, en los que tomaban parte no menor noticieros y publicaciones que dedicaban tiempos y espacios a alabar la grandeza de la URSS.

Y responsabilizar por las carencias en la nasha rodina, nuestra patria, a «la ayuda» que supuestamente daba a la mayor parte de las naciones del mundo; eso era, se argumentaba, lo que ocasionaba restricciones internas de bienes y productos.

Pretendían ocultar que burocracia, ineficiencia, dejadez y corrupción, iniciaba en los niveles más bajos del aparato y permeaba toda la sociedad; como ya he descrito en artículos anteriores.

Y de eso formaban parte los encargados de la atención a los periodistas extranjeros.

La jefa de la sección en español de la agencia oficial de noticias Novosti llegó un día sin avisar al departamento donde vivía para proponerme entrevistar a la mamá de Yuri Gagarin.

Acepté entusiasmada por conocer de primera mano los pormenores de la infancia del primer cosmonauta soviético y viajar a la aldea donde vivía.

Además, dijo, me pagarían en dólares y muy bien.

A los tres o cuatro días regresó para decirme, que no podría ser en la aldea sino en Moscú y acepté un tanto desilusionada.

Volvió para plantearme que para que no tuviera la molestia de entrevistarla, Novosti redactaría la nota y yo solo debía firmarla.

Me negué y tras anunciar que la paga ascendería a más del triple, dijo que lo meditara hasta el día siguiente y salió disparada.

Aunque sus propuestas habían sido hechas en español, pensé que tal vez se expresaba mal o yo entendía lo que no era y convidé como testigo a una mexicana muy amiga mía y experta en la URSS que hablaba excelente ruso y estaba cursando un doctorado en la Universidad Lomonosov.

Y aun frente a ella, la directora de Novostí repitió la oferta; ni el PRI en sus peores tiempos intentó comprarme de manera tan descarada.

Pese a todo, al enterarme en noviembre de 1991 que dejaría de existir esa Unión Soviética que nació de la revolución rusa de 1917 y abarcó unas cien nacionalidades y la sexta parte del territorio mundial, tuve sentimientos encontrados; a la vez de pena y alivio por los sueños de tantos que ahí terminaban.

Teresa Gurza
Periodista. Soy mexicana, estudié la carrera de Historia y soy Locutora, Cronista y Comentarista y Licenciada en Periodismo, pero ante todo reportera. Me inicié en televisión en 1970 y fui reportera, conductora y productora de programas noticiosos; reportera de asuntos especiales de los diarios El Día, UnomásUno y La Jornada, y corresponsal en la Unión Soviética, Checoslovaquia y Michoacán. Por razones familiares, mi marido era chileno, viví en Chile más una década. He recibido muchos premios y reconocimientos, entre ellos el Nacional de Periodismo en Reportaje y ahora radico en México y escribo artículos para Periodistas en Español y otros medios.

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