A diario nos enteramos de los múltiples dramas que ocurren en Guatemala, que se ha convertido en un territorio de lo insólito, de la violencia desenfrenada, de los crímenes inverosímiles y del desafío intrépido a cualquier lógica que se quiera asumir.
Es increíble que podamos vivir en estas condiciones de anormalidad, que continuemos con nuestras tareas cotidianas, sabiendo que todos los días asesinan a seres humanos y no pasa nada. Es inconcebible que como sociedad hayamos permitido que proliferen los degenerados que son capaces de desmembrar personas para enviar mensajes de advertencia, rivalidad y odio. Que jovencitos se hayan convertido en delincuentes capaces de asesinar por unos pocos quetzales, como forma de ganarse la vida.
Que nos mantengamos insensibles al sufrimiento de las familias de pilotos, cuya actividad se ha convertido en parte de la lista de oficios peligrosos en el mundo. Que esos maleantes hayan extendido sus crueldades a los que se dedican al negocio de los tuc tuc y que hasta quienes deben buscar el sustento diario en los basureros sean víctimas de la criminalidad.
En las últimas semanas estas han sido noticias cotidianas, así como los casos de parejas ultimadas, de jóvenes mujeres ultrajadas y/o asesinadas. Pequeñitos rescatados de los brazos de la madre víctima, otros que no lograron sobrevivir, pues fueron impactados por balas asesinas estando en el vientre de la madre, y niñas (os) que se quedan sin el amor maternal, debido a esa aberrante violencia que no hay quién la controle. En apenas cuatro días tres mujeres fueron atacadas a balazos, en dos casos sus hijos sobrevivieron.
En los últimos días se informó de un incremento de homicidios en el departamento de Guatemala, a pesar de que las cifras oficiales han destacado la reducción de 39 a 31 por mil habitantes. La capital, Escuintla, Chiquimula, Suchitepéquez y Quetzaltenango son los departamentos con mayores índices de muertes violentas.
Y, de ajuste, la irresponsabilidad de pilotos borrachos sigue provocando la muerte de personas y terminando con la vida normal de otras, como el reciente hecho en el que un joven bombero perdió una pierna por un conductor ebrio.
¿Cómo fuimos cayendo tan bajo? No solo en relación con la proliferación de depredadores de la vida, sino de la incapacidad de las autoridades que elegimos de combatir eficaz y urgentemente a los delincuentes. Y las y los ciudadanos que tenemos el privilegio de seguir existiendo, que contamos con accesos que millones no tienen, simplemente nos lamentamos de la realidad que vivimos, señalamos, criticamos y así descargamos nuestra conciencia.
¿Qué hacer? Poner fin a la indiferencia, que si no es a mí o a mis allegados, no me importa qué pase o quién sufre. Deberíamos buscar las fórmulas efectivas para multiplicar la demanda de seguridad, la solidaridad con las víctimas, la exigencia del respeto a la vida. Pero no solo a la vida de activistas de los derechos humanos, sino a la vida de todas y todos, pues no es el protagonismo lo que le da valor a la existencia, es la esencia de ese derecho supremo que tenemos de vivir.