Una forma de mantener las cosas como están es pretender que la realidad se transforma con imposiciones lingüísticas, señala Carlos Miguelez Monroy, quien alerta sobre el abuso de eufemismos en la comunicación política.
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“Apuesto a que si aún habláramos de neurosis de guerra quizá los Veteranos de Vietnam habrían recibido la atención que necesitaban”, decía el polémico actor George Carlin, quien dedicaba muchos de sus monólogos a los eufemismos, a los que se refería como “soft language”.
Pero “neurosis de guerra” sufrió sucesivas transformaciones en las distintas aventuras bélicas que implicaron a soldados estadounidenses hasta convertirse en estrés postraumático (post-traumatic stress disorder en inglés), un término técnico, aséptico, largo e incómodo de utilizar que no invita a una posible respuesta.
El comediante, que criticaba el lenguaje “políticamente correcto” por cuestión de formas y de estética, alertaba también a los oyentes sobre los motivos de fondo para la creación de ese lenguaje. ¿Quién lo creó y a quién beneficia?, se preguntaba.
Los detractores de Carlin consideraban una exageración que afirmara que los blancos y los poderosos han creado ese lenguaje para apaciguar a quienes se enfrentan a realidades adversas. Los arrabales se convierten en “barrios de nivel socioeconómico inferior”, los pobres en “personas con bajos ingresos” y las víctimas civiles en “daños colaterales”.
Como si no hubiera personas detrás y nadie fuera responsable.
Pero las palabras por si solas no transforman la realidad y, si la edulcoramos en exceso, corremos el peligro de aceptarla como ley natural y no hacer nada para corregir las injusticias que puedan derivarse de ella.
Evitar las palabras “desahucio”, “expulsión” y “desalojo” en documentos oficiales no impide que decenas de miles de personas se queden sin casa. Lo que faltan son medidas que los impidan.
En los últimos años, el abuso de eufemismos se ha instalado también en los discursos de grupos, movimientos y organizaciones que tienen como objetivo luchar contra desigualdades injustas.
Las organizaciones coinciden en la conveniencia de utilizar “persona sin hogar” mejor que “mendigo”. Pero más que para evitar una ofensa, para ser precisos en el lenguaje, pues no todas las personas en situación de calle piden limosna. Pero en otras ocasiones se producen debates interminables sobre cuestiones estériles. En una exposición de museo en Holanda se ha llegado al extremo de cambiar los nombres originales de antiguas obras de arte tituladas con palabras que pudieran ofender a ciertos “colectivos”.
En ciertos círculos puede resultar ofensivo utilizar “ciego” en lugar de “persona con discapacidad visual”. Incluso pretenden desterrar la palabra discapacidad pues, para “ellos y para ellas”, se trata de “diversidad funcional” de “personas con otras habilidades”, como si el término “persona con discapacidad” resultara vergonzante.
Carlin sostenía que la carga de las palabras depende del contexto, de quién las utilice y cómo. De ahí que el racismo de la palabra nigger depende de si la utiliza Will Smith o un blanco en un tono despectivo. Incluso la palabra “black” se ha sustituido por “afroamericano”, lo que en el fondo constituye una discriminación mucho peor.
“Soy negro, no afroamericano. ¿Acaso llamamos euroamericanos o angloamericanos a los estadounidenses blancos?”, preguntaba Kwadwo Anokwa, profesor y antiguo decano de la facultad de Periodismo y Comunicación en Butler University.
El escritor Javier Marías carga contra la imposición de “vocablos artificiales, nada económicos, a menudo feos y siempre hipócritas, que tan sólo constituyen aberrantes eufemismos, como si no sufriéramos ya bastantes en boca de los políticos”.
“Cualquier cosa que se invente acabará por resultarle denigrante a alguien. Y, lo siento mucho, pero en español quien no ve nada es un ciego, y quien no oye nada es un sordo. Lo triste o malo no son los vocablos, sino el hecho de que alguien carezca de visión o de oído”, dice el escritor.
Llamar invidente a un ciego no le conseguirá trabajo, ni más amigos, ni le hará la vida más fácil a él o a su familia. Si la dignidad y la efectividad de los derechos humanos dependieran de terminologías arbitrarias, ya se habrían sorteado muchas de nuestras barreras económicas, laborales, tecnológicas y sociales. Las conquistas sociales no se han producido por las imposiciones de ciertos policías del lenguaje, sino por la labor de quienes han denunciado injusticias y propuesto alternativas para derrumbar primero las barreras de nuestras mentes para luego derribar las de ladrillo y cemento.
- Carlos Miguelez Monroy es periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)