La desfavorable coyuntura, con una prolongada recesión económica y un gobierno decidido a demoler fortificaciones laborales, empujó al sindicalismo de Brasil a un protagonismo político perdido en casi todo el mundo, escribe Mario Osava[1] (IPS) desde Río de Janeiro.
La huelga general de este viernes 28, por primera vez convocada por las nueve centrales sindicales juntas, le da cuerpo a la resistencia contra las reformas «neoliberales» promovidas por Michel Temer, vicepresidente elevado a la presidencia en mayo de 2016, cuando Dilma Rousseff salió del poder por un proceso de destitución que culminó en agosto.
«Vocea la insatisfacción de la sociedad en general, no solo de los trabajadores», destacó José Dari Krein, profesor e investigador del Centro de Estudios Sindicales y Economía del Trabajo de la Universidad Estadal de Campinas.
La huelga amplia las protestas ocurridas en todo Brasil el 15 de marzo contra la reforma previsional y laboral, que «tuvieron poca repercusión, pero constituyeron la mayor movilización de trabajadores desde 1989, indicando una recuperación de fuerza sindical ante reformas absolutamente impopulares», acotó a IPS.
Recientes encuestas registraron que entre 72 y 93 por ciento de los entrevistados en contra de medidas que retardan jubilaciones y reducen sus remuneraciones. Se trata de una enmienda constitucional que debe ser votada en la Cámara de Diputados en las próximas semanas y luego en el Senado.
La propuesta principal es fijar en 65 años para hombres y 62 años para las mujeres como edad mínima para la jubilación. Se suman restricciones a otros beneficios, como pensiones y jubilaciones especiales, como las de profesores y policías.
Es indispensable, según el sector gobernante y economistas en general, para evitar un déficit explosivo en el sistema previsional y el colapso de las finanzas públicas, ante el acelerado envejecimiento de la población brasileña.
Otro objeto de batalla es un proyecto de ley ordinaria, ya aprobada por los diputados el miércoles 26 de abril, que altera la legislación laboral con el objetivo general de reducir los costos del trabajo.
Las reglas están aún basadas mayormente en la Consolidación de las Leyes del Trabajo, vigente desde 1943, y no son compatibles con la realidad actual, con tecnologías que modificaron profundamente las relaciones laborales, como las de la comunicación, arguyen en el gobierno y entre legisladores que aprobaron los cambios.
No se extingue ningún derecho, solo se está flexibilizando la aplicación de las leyes, de manera de fomentar la generación de empleos, reducir distorsiones y riesgos para los empleadores, ha sostenido el relator del proyecto en la Cámara de Diputados, Rogerio Marinho, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña.
Pero la propuesta aprobada por 296 diputados y rechazada por 177, que ahora solo depende del respaldo de una mayoría de los 81 senadores, altera cerca de 200 disposiciones legales, desarticulando todo el sistema que rige las relaciones entre capital y trabajo.
Los acuerdos negociados entre patrones y empleados tendrán prevalencia sobre las leyes, excluyendo algunos derechos, como salario mínimo, vacaciones, aguinaldos y un fondo individual que se acumula con el tiempo de empleo.
Ese cambio fortalece la función sindical, defienden analistas, pero le quita a los trabajadores la protección legal, necesaria donde los sindicatos son débiles, como ocurre en la mayor parte del país.
Además las condiciones actuales de Brasil, en aguda recesión hace más de dos años y con 13 millones de desempleados, no favorecen el lado del trabajador en las negociaciones, y el futuro suena cada día menos favorable, con la desaparición de empleos formales y estables, especialmente en la industria.
«La reforma laboral desmantela la protección a los derechos, cambiando contratos, liberando la tercerización, el trabajo intermitente o temporal y dificultando el acceso a la Justicia del Trabajo», protestó a IPS la secretaria de Relaciones de Trabajo de la Central Única de Trabajadores (CUT), Maria das Graças Costa.
Recurrir a los tribunales podrá costar caro a los empleados, al tener que pagar los costos del proceso y de abogados, hasta ahora gratis.
Perdería sentido un aparato de 24 Tribunales Regionales del Trabajo, con cerca de 3600 jueces, que reciben más de tres millones de demandas al año, casi todas de empleados o despedidos. Una exageración, pero a veces la única defensa de trabajadores ante el poder del capital.
Un golpe, mortal para muchos sindicatos, será el fin del llamado «impuesto sindical». Esa contribución anual, equivalente a un día del salario, era hasta ahora obligatoria y pasará a ser voluntaria, si como se espera la ley es aprobada en el Senado. Se espera un bajón en sus ingresos.
Representan hoy cerca de 1100 millones de dólares anuales cobrados a todos los asalariados, que financian a los 11 326 sindicatos de trabajadores y 5186 gremios patronales existentes en Brasil, según datos del Ministerio del Trabajo.
Esa fuente alimenta la proliferación de sindicatos, muchos de los cuales se transforma en un puro negocio de supuestos líderes que se eternizan en su dirección sin esfuerzo por representar a sus afiliados.
La posición de la CUT es fundamental porque es la mayor central sindical del país, con 3,9 millones de afiliados, equivalentes a 30,4 por ciento del total de trabajadores sindicalizados: 17,76 millones.
Esta Central siempre se opuso al impuesto, que reconoce ser un factor de estafas. Pero ante la posibilidad de quiebra generalizada, propone una contribución negociada, aprobada en asambleas de los sindicatos, es decir una decisión colectiva, no individual como establece la propuesta oficial, informó Costa.
«El movimiento sindical reconoce la necesidad de reformas laborales y previsionales, pero no esas que nacen de una visión neoliberal extremada», señaló Clemente Ganz, director técnico del Departamento Intersindical de Estadísticas y Estudios Socioeconómicos.
«Los conflictos aumentarán y serán más agresivos», vaticinó, ante la «inmovilización de la Justicia del Trabajo y su reemplazo por protección de las empresas», dijo a IPS.
La huelga general es parte de ese camino, con el resurgimiento del sindicalismo de combate, de grandes movilizaciones nacionales, que estuvieron ausentes en las últimas décadas.
«No hubo ataques a los derechos, sino un ambiente de protección al trabajo, con aumentos del salario mínimo, reconocimiento del trabajo doméstico, formalización de millones de empleos», recordó Ganz para explicar la poca visibilidad de las actividades sindicales en los últimos 15 años.
Pero «el sindicalismo no estaba adormecido», durante los gobiernos del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), entre 2003 y 2016, «hicimos la mayor campaña salarial del mundo, con varias marchas a Brasilia con más de 50 000 personas», matizó Costa.
Los triunfos se concretaron en alza del salario mínimo, el programa de vivienda popular, apoyo a la agricultura familiar y empoderamiento de las mujeres. Se podía negociar con el gobierno, aclaró. «Ahora cambió, se quiere destruir una legislación consolidada en más de 70 años, sin negociar», justificó.
En la década de 1990 fue al revés, «un período desfavorable», con privatizaciones, muchos despidos y represión contra los trabajadores, provocando cierta desmovilización, recordó Krein.
Ahora con la desindustrialización precoz de Brasil, reducción y dispersión de los obreros industriales, aumento de empleos precarios y «flexibilizaciones» legales en desmedro de los trabajadores, el sindicalismo enfrenta graves desafíos.
Pero las amenazas le propiciaron una oportunidad de nuevo protagonismo y unificación.
La huelga es una manifestación no solo de sindicatos o trabajadores, sino de toda la sociedad en busca de soluciones colectivas, «de solidaridad y compañerismo», y no individuales como proponen el gobierno y el parlamento, definió João Carlos Gonçalves, secretario general de Fuerza Sindical, segunda mayor central brasileña.
- Editado por Estrella Gutiérrez
- Publicado inicialmente en IPS Noticias