Hace 10 años, llegué a México por primera vez. Con una pesada mochila sujeta a la cintura, crucé a pie el largo puente de cemento que separa México de Guatemala, escribe Madeleine Penman[1] para IPS.
Cando crucé la frontera, un hombre con la camisa desabrochada hasta el vientre y el sudor cayéndole por el pecho miró mi pasaporte (una ojeada de no más de dos segundos), luego lo selló con una sonrisa y me dijo alegremente: «Bienvenida a México».
Mi entrada en México no podía haber sido más fácil, porque soy de Australia y no necesito visado. Sin embargo, para los cientos de miles de hombres, mujeres, niños, niñas y familias enteras que huyen de la violencia y cruzan la frontera sur de México, procedentes de algunos de los rincones más peligrosos del mundo, la historia es muy distinta.
En lugar de una sonrisa, se encuentran con sospechas infundadas, miedo, prejuicios e incluso odio.
Perfectamente conscientes de las probabilidades de que les nieguen la entrada y, en lugar de eso, se enfrenten a una posible deportación a la violencia y los horrores casi bélicos de Honduras y El Salvador, muchas se ven, en la práctica, obligadas a entrar clandestinamente.
Diez años después de haber cruzado ese paso fronterizo por primera vez, regresé como parte de una misión internacional de observación, y he conversado con decenas de personas cuyas vidas se han venido abajo.
Hablamos con un hombre en silla de ruedas que había perdido las dos piernas cuando cayó del tren de mercancías apodado «La Bestia» sobre el cual las personas migrantes y solicitantes de asilo viajan para atravesar México.
Lo llevaron al hospital en México, y de allí lo remitieron a las autoridades de migración mexicanas. Nos dijo que las autoridades de migración habían hecho caso omiso de su petición de asilo y lo habían deportado inmediatamente de vuelta a Honduras. Según contó, allí pasó cuatro días, temiendo por su vida, y luego regresó a México de inmediato. Ante el temor a ser detenido, aún no había podido presentar una solicitud de asilo.
Se calcula que unas 400 000 personas cruzan la frontera sur de México cada año. Muchas de ellas están necesitadas de protección internacional y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ha pedido a los gobiernos de la región que reconozcan la crisis humanitaria que afecta a los países centroamericanos de El Salvador, Honduras y Guatemala.
Nuestra propia investigación ha mostrado cómo la violencia generalizada en El Salvador y Honduras convierte a estos países en algunos de los lugares más mortíferos del planeta.
Hace unos días hablé con un joven pescador de El Salvador que había huido de su país con más de 30 miembros de su familia a causa de la extorsión y los impuestos de guerra que las bandas criminales (maras) les imponían en su casa, e imponían a sectores profesionales enteros de El Salvador para dejarlos funcionar. El decir no a las maras significa a menudo una condena a muerte.
México tiene un historial de recibir a personas que huyen de la violencia y de mostrar solidaridad y hospitalidad a quienes necesitan protección. En la década de 1980, decenas de miles de personas huyeron de la guerra civil de Guatemala y acudieron como refugiadas a México.
Treinta años después, México parece estar olvidando aquella hospitalidad. En nuestra misión, bastante después de cruzar la frontera y estar ya en el territorio mexicano, en una franja de sólo 200 kilómetros a lo largo de la costa del estado meridional de Chiapas, pasamos por varios puestos de control de migración en los que, en ocasiones, había militares, policías federales y numerosos agentes de migración dispuestos a detener a cualquiera que careciera de documentos.
En los últimos años, México ha invertido una cantidad considerable de recursos en hacer cumplir la ley e imponer la seguridad a lo largo de su frontera sur. Parte de ese dinero procede de la financiación del gobierno estadounidense a la Iniciativa Mérida, un amplio paquete de ayuda para la seguridad.
El incremento de los controles y las medidas de seguridad ha dado lugar a un aumento de las detenciones y deportaciones de personas centroamericanas desde México: en muchos casos se ha devuelto a personas a situaciones de amenazas, ataques e incluso homicidios.
De todos los controles por los que pasé, destacaba uno en particular. Se trataba de un centro especial de aduanas que se alzaba en la carretera como una enorme nave espacial, un aeropuerto o una prisión. En él había agentes de la Policía Federal, un cuartel del ejército, un servicio de aduanas, focos, torres de vigilancia, y una infraestructura impresionante.
El problema con este enfoque de las detenciones, el cumplimiento de la ley, las medidas de seguridad y las deportaciones es que los agentes de migración mexicanos no identifican a muchas personas que corren peligro y deberían ser reconocidas como refugiadas.
En virtud del derecho tanto nacional como internacional, los agentes de migración tienen la obligación de remitir a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) a cualquier persona que exprese temor de ser devuelta a su país.
Sin embargo, la gran mayoría de las personas que llegan son detenidas y devueltas a su país sin tener en cuenta sus temores. ¿A qué se debe eso? ¿De verdad creen las autoridades que unas personas traumatizadas que huyen de su país constituyen una amenaza tan grave? ¿Han escuchado sus relatos?
Conocí a una mujer que me contó que, en Honduras, como mujer, no podía llevar falda o medias, ni teñirse el pelo; apenas podía hacer nada sin que las maras la amenazaran. Habló conmigo en un lateral de la carretera, sin dinero, mientras esperaba a trasladarse para encontrar un transporte que pudiera llevarla a un lugar más seguro.
Otras personas de El Salvador me dijeron que solo el transitar de un barrio a otro te pone en peligro, pues, al proceder de otro barrio, las maras sospechan que eres un posible rival.
Vivimos unos tiempos de odio y miedo extremos A menos que escuchemos los relatos de la gente y actuemos, nuestras sociedades y políticas seguirán creando muros de prejuicios, en lugar de puentes de protección y justicia. Después de este viaje a lo largo de la frontera sur de México, más que nunca, me comprometo a dar la bienvenida a las personas refugiadas, en mi corazón y en mi sociedad. Confío en que tú puedas mirarlas a los ojos y darles también la bienvenida.
Aquí encontrarás un enlace a nuestro reciente experimento de vídeo en directo por Facebook que mira a los ojos y las historias de personas refugiadas centroamericanas en México y personas refugiadas en otros países del mundo, y te invita a contraer un compromiso de solidaridad con las personas refugiadas.
- Madeleine Penman es investigadora para México de Amnistía Internacional.
- Publicado inicialmente en IPS Noticias