UNA TRANSICIÓN DE RISA
Aunque a alguno le cueste creerlo, hubo un tiempo en el que el ahora barcénico y millonario Partido Popular era un partido pobre y austero. Tan pobre que ni siquiera se llamaba Partido Popular, sino Alianza Popular, algo menos pretencioso. Y además tenía sus orígenes en una organización todavía más pobre, paupérrima, ya que por no tener no tenía ni nombre, conociéndosele entre la canalla de la prensa como Los Siete Magníficos, unos amiguetes ellos que procedían en gran parte del tardofranquismo, con perdón.
El jefe de la tropa popular era Manuel Fraga, Don Manuel, hombre listo, número uno en promociones y con los tirantes de la enseña nacional bien puestos. Aquello era otra cosa, créanme, no como ahora, que entre el cardado de Esperanza Aguirre, las patillas de Bárcenas, la sonrisita del sur de Floriano, el “y tal y tal” de Rajoy y los “pagos en diferido” de la señora Cospedal, los periodistas andamos con la albóndiga hecha un lío, sin saber a qué atenernos.
En aquel tiempo las cosas estaban claras como sopa de pensión. Tan claras, que los populares tenían que ceñirse al presupuesto del que disponían, nada magro en pesetas. Prueba de ello es esta bella estampa que ofrecemos de la clausura de uno de sus Congresos nacionales, celebrada en el castizo y madrileño barrio de Cuatro Caminos, esquina a Suspiros de España, en el que cada asistente pagó a escote sus garbanzos, pechuga de pollo y vino de Valdepeñas, cosecha de garrafa. Una clausura austera donde las haya habido, como podrán comprobar, pero no falta de alegría, al ritmo de balalaika. Entre los asistentes estaban un tal Antonio Hernández Mancha, andaluz llamado a suceder a Don Manuel, pero que duró menos que un donuts en la puerta de un tercio de la legión porque no daba la talla pectoral; José María Aznar, Josemari para los amigos, un muchachito de Valladolid que andando el tiempo daría mucho juego con la diestra, además de marcar “tabletas” con su corpórea figura. Y Alberto Ruiz Gallardón, entonces Albertito, que preparaba oposiciones clavando codos.
Una bella estampa de aquellos tiempos, digna de figurar en los anales de la historia, que alguno debería tener como imagen de cabecera, por lo que pueda pasar, ya que al parecer se avecinan borrascas.