Los crímenes nos pedirán cuentas algún día. Se las reclamaremos a todos: a sus protagonistas, a sus cómplices, a quienes miraron para otro lado, a quienes se lucraron, a quienes los ensalzaron o los ignoraron, y, en todo caso, dejaron que proliferaran. ¡Seremos malditos por ello! Ya lo somos. Las guerras, esta pugna, una desgracia más, una que nos “encarece” el interior, asolan los terrenos en los que nos movemos.
Hay una excesiva ceguera en la sociedad contemporánea. Hemos llamado a sitios equivocados, y nos hemos relacionado de modo erróneo. Los astros, los soles y las lunas, se han movido de su sitio, y nos hemos quedado sin referencias suficientes y honestas. Las pocas que permanecen nos hielan la sangre con sus aciagas derivaciones.
En todo caso, no vemos lo que ocurre en sus raíces, en sus dimensiones, en su crudeza. Lo que observamos cotidianamente lo tocamos con lenguajes digitales, desde la distancia, como si fueran películas, como si no tuviéramos nada que ver con ello. Suspendemos otra vez.
Si cayéramos en la cuenta de lo que suponen estas sangrías, la última, todas, emplearíamos nuestras vidas en intentar paliar el daño infligido. La parte buena es que todavía estamos a tiempo de evitar esta última guerra, las matanzas de los telediarios, y, de hecho, todas cuantas ocurren en miles de puntos del bloque terráqueo, en el que, por desgracia, se contabilizan treinta conflictos armados en la actualidad.
Hay demasiados muertos encima de nuestras espaldas, y, asimismo, delante de nosotros. ¿Queremos saberlo?



