A punto de cumplir 65 años, el actor Fabrice Luchini “(Las chicas de la sexta planta”, “Moliére en bicicleta”, “Gemma Bovery”, Copa Volpi al Mejor Actor en el Festival de Venecia 2015 y en vertiginoso ascenso en una profesión que le ha reconocido tardíamente) es el protagonista, y prácticamente único personaje, de la película “El juez” (L’Hermine, el armiño, en referencia a la piel que lleva la toga de los magistrados franceses), dirigida por Christian Vincent («La Cocinera del Presidente»), si bien en algunas –pocas- escenas le da la réplica la danesa Sidse Babett Knudsen, famosa por ser la estrella de la serie televisiva “Borgen, una mujer en el poder”. “El juez” se llevó también en Venecia el galardón al mejor guión.
Fabrice Luchini ha publicado este año sus memorias, un volumen titulado «Comédie française- ça a commencé comme ça», en el que cuenta su adolescencia de aprendiz en una peluquería, de “chaval obsesionado por las tías que gustaba a los homosexuales”, el joven al que un representante dijo: » Usted no podrá hacer este oficio, tiene un físico asexuado… quizá pueda hacer teatro pero nunca cine” y, finalmente, el adulto siempre solo: «Habría adorado estar en grupo… No tengo amigos, estoy solo. Los amigos son peligrosos, es complicado”, y que dice citando a Nietzsche «¡Qué complicado de digerir es el prójimo!”.
En “El juez” Luchini es el juez Racine, presidente de un temido tribunal de lo penal, tan duro consigo mismo como con los demás, refunfuñón, antipático e irascible, apodado «el presidente de las dos cifras» porque con él las condenas superan siempre los diez años de cárcel. El juez Racine lleva una toga roja bordeada de armiño y comparte el apellido con un celebérrimo autor de tragedias. Tiene además todo el aspecto de un misógino inveterado, que ha fracasado en su vida sentimental casándose con una mujer muy rica que va a abandonarle. Hasta que un buen día reaparece en su vida una mujer, Ditte Lorensen-Coteret, una hermosa y madura danesa morena con ojos azules, médico de cuidados paliativos, en esta ocasión miembro del jurado popular y seis años atrás el único amor –y además secreto- que consiguió hacerse un hueco en la solitaria vida del juez Racine.
La película, muy aplaudida por la crítica internacional, no es otra cosa que la traslación de un juicio a la pantalla, el juicio de un infanticidio en el que un padre, joven y sin empleo, es el acusado de matar a golpes a la criatura; un juicio con sus declaraciones, sus acusaciones, sus defensas y sus pausas, con las miradas del público asistente a la vista, el protocolario llamamiento de los ujieres a los testigos, y el chirriar de las puertas al abrirse y cerrarse. Al autor del guión no le interesa ninguna otra cosa que no sea seguir el proceso al detalle, salvo las muy escasas escapadas del presidente del tribunal y la señora del jurado a una cafetería, donde el personaje del juez se humaniza, intercambiando algunas emociones ignoradas hasta entonces y muy pocas palabras.
Sin embargo, “El juez” no es una película sobre la justicia, sino el retrato, el perfil filmado –casi como un monólogo en el escenario- de un representante de la judicatura, acusado de falta de compasión, en el que Luchini “confirma su tendencia, iniciada hace varias películas, de interiorizar el papel, dosificando sutilmente la acritud, el renacimiento, el aplomo y la fragilidad”. Si cabe alguna crítica negativa, sería una sobreactuación en algunos momentos, pero ya no se sabe si esto es virtud o defecto en Fabrice Luchini.