Joaquín Roy[1]
Resulta revelador que un gobernante como Donald Trump, que no hizo el servicio militar, ni disfruta de experiencia alguna en asuntos bélicos, tenga una especial inclinación al uso de un vocabulario más propio de los enfrentamientos cruentos entre estados que en las relaciones diplomáticas.
Donald Trump, tanto en sus mensajes electrónicos como en sus alocuciones televisivas, adora el uso de una terminología militar para ilustrar sus planes. Se relame con el vocablo «guerra» para calificar su programa gubernamental.
Curiosamente, casi como preludio de la sorpresiva y aparente tregua que puede ponerse en marcha con Corea del Norte, el presidente estadounidense ha hecho una declaración de guerra «urbi et orbi». La primera salva ha sido el anuncio de la imposición de tarifas sobre las importaciones de acero y aluminio. Además, ha presumido de la calificación de que las guerras comerciales son buenas.
La alarma que ha generado esta decisión ha sido generalizada, con la amenaza de ampliar el terreno a otros productos, y las declaraciones de respuesta del resto del planeta oscilan entre la perplejidad y la puesta en marcha de unas medidas protectoras de sus socios comerciales, amigos y enemigos.
Aunque Trump inmediatamente ha anunciado que sus medidas perdonan a sus inmediatos vecinos, Canadá y México, ni Justin Trudeau ni Enrique Peña Nieto se fían en absoluto.
Si la mutua reticencia a ambas orillas de río Grande (Bravo) es un aderezo permanente de la historia, la aparente lealtad entre Washington y Otawa sufre signos de interrogación que solamente la permanentemente instalada cortesía apenas consigue enmascarar.
Trump ha conseguido que los mexicanos hayan traspasado a los canadienses la lamentación atribuida a Porfirio Díaz: «pobre México (Canadá), tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».
El tambaleo del TLCAN-NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) alarmó a los dos socios de Estados Unidos, Canadá y México, y ni siquiera la promesa de entablar una mejora de las condiciones ha conseguido borrar la amenaza de su desaparición.
De ahí que los canadienses se hayan afanado en solidificar el acuerdo con la Unión Europea, al igual que los mexicanos han dado retoques a su propia alianza con la UE, la más sólida de Bruselas con las Américas.
Lo cierto es que la ocurrencia de Trump ha puesto en el tapete la perspectiva de la confirmación de su personal rechazo a los razonables acuerdos comerciales y a las alianzas de bloques, y a la opción de la unilateralidad como estrategia primordial, siempre presidida por el reclamo de «América, primero».
Y no solamente esa decisión resulta obvia, sino que el lenguaje usado es el de la confrontación, como trampolín a la victoria, cimentado sobre el argumento de la superioridad. Como en el ejército español, el valor se le supone.
Pero el arsenal de la decisión del presidente norteamericano no se reduce a su personal concepción y mal disimulada arrogancia, sino que también oculta una debilidad y temor a perder la reelección.
A pesar de la oposición de su mujer Melania, Trump no se ve desapareciendo del mapa político reducido a ejercer un mandato solitario.
Sería como bajarse al nivel de sus antecesores Jimmy Carter y George Bush senior, quienes fueron defenestrados por sus contrincantes. Trump necesita más ayuda que la de sus donantes millonarios.
Necesita a «los de abajo» que le alzaron a la victoria. Requiere a los que creen ilusoriamente en la imposición de tarifas arancelarias y a la construcción de muros más convincentes que el que pretende levantar ante México, pagado por ellos, claro.
Ilusamente lo votarán de nuevo bajo la promesa de la creación de empleo. En el caso de que tenga éxito en su estrategia, Trump probablemente se dará de bruces con la historia.
Recordará que entre los sonoros fracasos de la imposición de tarifas, ejecutadas como el simple apretar del gatillo en un Western, frecuentemente resulta en un tiro por la culata.
Todavía los expertos historiadores explican el caso de la decisión Smoot-Hawley, impuesta en 1930. En lugar de suavizar los efectos de gran depresión del final de la década del 1920, redujo las exportaciones estadounidenses en 61 por ciento.
En un efecto al otro lado del Atlántico, algunos politólogos incluso adujeron que la desgraciada decisión ayudó al surgimiento de la Alemania Nazi y otras lindezas fascistoides, en unas sociedades acuciadas por la creciente guerra económica que precedió a la cruenta conflagración.
Si la Unión Europea y China optan por la represalia con la imposición de aranceles sobre productos yanquis, los consumidores de Alabama, Ohio y Dakota del Norte, además de los clásicos votantes de Trump en Apalachia deberán ajustar la cesta de la compra.
Quizá esto le importa poco a su familia y los acaudalados dueños de los Fortune 500 que han poblado su administración, pero a los que dependen de un salario a final de semana no les va a hacer ninguna gracia. Se lo agradecerán en la elección.
Mientras puede ser cierto que algunas prácticas de los socios y competidores de Estados Unidos no son exactamente justas, el método que los más razonables consejeros sugieren es la negociación y la intermediación en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Aunque Trump haya oído que «la guerra es la continuación de la política por otros medios», el mismo Carl von Clausovitz le podría recordar con la lógica del realismo que al final nadie gana las guerras y que muchos las pierden. Trump puede ser una víctima colateral del «fuego amigo».
- Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
- Columna distribuida por IPS