Escribo estas líneas un 2 de diciembre, de 2018, al cumplirse veintinueve años desde el final de la guerra fría. En efecto, el parte de defunción del conflicto que enfrentó durante más de cuatro décadas dos sistemas con ideología y políticos diferentes – el capitalismo y el comunismo – se firmó en Malta, al término de la cumbre sovieto-norteamericana celebrada los día 2 y 3 de diciembre de 1989. Los protagonistas de aquel encuentro fueron George Bush, entonces presidente de los Estados Unidos y Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Ambos líderes parecían dispuestos a abandonar la confrontación para centrarse en un nuevo proyecto: la edificación del Nuevo orden mundial.
Hagamos memoria: La Guerra Fría (1947-1991) fue un estado de tensión que surgió después del final de la Segunda Guerra Mundial y duró hasta las revueltas registradas en los países de Europa Oriental en 1989. En el conflicto Este – Oeste enfrentaron dos grupos de estados: la URSS y sus aliados, agrupación comúnmente conocida como el Bloque Oriental, y Estados Unidos y sus socios, conocidos con el nombre de Bloque Occidental.
A nivel político-militar, los bloques estaban representados por dos alianzas: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, la derrotada Alemania se dividió en cuatro zonas de ocupación: norteamericana, soviética, británica y francesa. También quedó dividida su antigua capital, Berlín, sede de la Comisión de Control Aliada.
El Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, fue – durante más de dos décadas – la barrera de separación entre la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana.
En el plano ideológico-político, la guerra fría fue una confrontación entre las democracias liberales y los regímenes totalitarios. Ambos campos se definían a sí mismos en términos positivos: el bloque occidental se autodenominaba mundo libre o sociedad abierta, mientras que el bloque oriental había escogido los apelativos de mundo antiimperialista o democracias populares.
La guerra fría, exenta de conflictos bélicos, generó, sin embargo, una vertiginosa campaña armamentista. Las dos superpotencias se equiparon con armas nucleares; sus respectivos arsenales podían aniquilar veinte o treinta veces las poblaciones del llamado campo enemigo. Surgió, pues, la estrategia de disuasión, es decir, de inevitable bloqueo de la parte adversa. Las negociaciones de desarme llevadas a cabo en Ginebra y, más tarde, en Viena, lograron contener el ímpetu de los estrategas militares.
En 1989, las tropas soviéticas iniciaron su retirada de Afganistán. Al año siguiente, en 1990, el Kremlin dio luz verde a la reunificación de Alemania. Tras la caída del Muro de Berlín, Mijaíl Gorbachov sugirió la edificación de la Casa Europea Común. El resultado es harto conocido: Gran Bretaña apostó por el abandono de la Unión Europea, algunos de los recién llegados bajo en techo de Bruselas – Hungría y Polonia – barajan la opción de alejarse del club.
La desaparición de la guerra fría no redundó en la ansiada globalización. Nos preguntamos en aquel entonces si el Nuevo Orden Mundial, sistema propuesto por los dueños del mundo favorecerá a los pobladores del planeta. Ni que decir tiene que la respuesta inequívoca es: NO. Este supuesto Orden trajo mucho más desorden, muchas más temores, más desigualdades. Nada que celebrar, pues.