Es encomiable que haya comunicadores sociales, educadores y profesionales de otras disciplinas que se preocupen por hacer un mejor uso del lenguaje que emplean; pero cuando esa preocupación se basa en el desconocimiento, es bastante lamentable, aunque el propósito original pudiera haber sido noble. ¡Deben tener mucho cuidado con eso!
Siempre he insistido en que los periodistas y educadores, por el rol que les corresponde desempeñar ante la sociedad, están en la obligación legal y moral de manejar con relativa facilidad el lenguaje escrito y oral, pues de lo contrario la calidad de su desempeño no sería óptima. No es necesario que se conviertan en eruditos.
No exagero al afirmar que muchos de esos profesionales no han podido disipar las dudas, y por eso de manera muy frecuente demuestran sus carencias que, dicho sea de paso, son muy lamentables. Pero lo peor de todo eso es que se niegan a aceptar que su léxico es limitado y está plagado de impropiedades que son fáciles de erradicar; pero por orgullo u otras razones, no aceptan sugerencias de nadie, menos de un simple «escribidor» de artículos.
Hay quienes se ufanan de su larga trayectoria de veinte, treinta o más años; pero cuando escriben o hablan, es fácil deducir que su experiencia no es tal, sino que es el mismo primer año repetido veinte, treinta o más años. Claro está, existen contadas y honrosas excepciones que se distinguen muy fácilmente.
Hago esta salvedad en virtud de que no se piense que lo expresado en este artículo es un ataque al gremio periodístico y al de los docentes, como en muchas ocasiones algunos detractores han pretendido hacer creer. Eso no es cierto; mi intención está desligada de cualquier actitud ruin. Los que hayan seguido y leído con regularidad este trabajo de divulgación periodística, podrán dar fe de lo que les he asegurado.
Esas personas a las que he aludido, andan a la ofensiva y siempre están pendientes de «pescar los errores» de sus semejantes, además de que se desviven por mostrar sus «grandes» conocimientos en materia gramatical y lingüística; pero cuando se les pide que razonen su exposición, entonces comienza su calvario. Uno de los temas que suelen mostrar es el de las disculpas, y aseguran sin más ni más, y con tono altanero, que: «Las disculpas se dan, no se piden».
He perdido la cuenta de las veces que he escrito sobre ese asunto, y hoy vuelvo sobre él, con la finalidad de mantener mi criterio y de poder contribuir con aclarar las dudas, que a juzgar por las polémicas que surgen de manera frecuente, son muchas. ¡Ya verán!
No sé si en otras naciones de la América hispana ocurra algo similar; pero en Venezuela, amparadas en un supuesto criterio de don Andrés Bello, muchas son las personas que afirman que las disculpas se dan, no se piden, «pues si así lo dijo Bello, así deberá ser».
Es prudente señalar que no existe ningún documento que confirme la opinión del ilustre venezolano; pero en caso de que sea cierto, su intención habría sido una muestra de caballerosidad y de generosidad, cualidades que lo distinguían, según algunos historiadores. Bello a lo mejor quiso significar que, cuando alguien es ofendido, calumniado o vilipendiado, etc., no debería esperar a que le pidan disculpas, sino que debería darlas.
Pero sea cual haya sido el deseo de ese insigne humanista, no debe haber dudas de que las disculpas se piden, por lo que nadie en su sano juicio debería sentir temor de ser «corregido» por algún sabidillo del idioma, a menos que su intención sea humorística.
Ahora, ¿las disculpas también podrían darse? ¡Por supuesto que sí! Pero primero alguien tendrá que pedirlas, a menos que quiera imitar el supuesto gesto caballeroso y generoso de Andrés Bello.
Cuando se dice «discúlpame», no se está dando disculpas; se está pidiendo, como lo demuestra el prefijo de negación «dis», que en este caso significa «quítame la culpa». También es necesario que se entienda que las disculpas son un camino de doble circulación, en el que siempre estará uno que las pida y otro que las dé. ¡Y si yo ofendo a alguien, lo lógico, lo cortés y lo valiente, es que pida disculpas; quien deberá dármelas es el ofendido. ¡Si alguien no me entendió, le pido disculpas!