Pasábamos las festividades del fin de año con Pablo hermano de Matías y su esposa Arlette en la chilena Región de la Araucanía, cuando el primero de enero de 2008 el volcán Llaima comenzó a rugir y echar ceniza.
Nada de lo que le dijeron, hizo desistir a Matías de ir a verlo y anduvimos unos ochenta kilómetros por malos caminos, hasta un punto donde los Carabineros nos impidieron continuar.
Retrocedimos a un pueblito de Malipeuco que creo se llama Santa María y preguntando dónde podríamos mirar al volcán de cerca, un lugareño respondió que en su casa.
Nos ofreció sillas, empanadas y bebidas, y cuando Matías explicó que preferíamos ir de una buena vez a ver el Llaima, nuestro anfitrión encendió la televisión y contestó «siéntese nomás aquí patrón, donde se ve mejor es en la tele».
Recuerdo ahora el incidente pensando lo que gozaría Matías, al poder contemplar las explosiones del Popocatépetl en vivo, a todo color y a una cuadra de mi casa; aunque está a más de 75 kilómetros, sus 5452 metros de altura lo permiten.
Por estar dentro del Círculo de Fuego del Pacífico, una de las regiones más inestables del planeta, México y Chile son tierras de sismos y volcanes.
El Llaima, «resucitado» en lengua mapuche, se alza a 3240 metros y es uno de los noventa más importantes de Chile.
El Popocatépetl, «montaña que humea» en náhuatl, es el principal de los 42 volcanes mexicanos activos.
Entre los no activos, está el Paricutín; que surgió el 20 de febrero de 1943 en un terreno de labranza de San Juan Parangaricutiro en Angahuan, Michoacán, ante los azorados ojos del campesino que lo araba.
Nació con ruidos, temblores y mucha ceniza, que aterraron a mujeres de la Sierra Tarasca, que envueltas en sus azules rebozos de rayas, permanecieron hincadas durante días pidiendo a Dios clemencia.
La lava se extendió diez kilómetros y cubrió a los pueblos Paricutín y San Juan Parangaricutiro; a cuya iglesia solo puede bajarse por el campanario.
Indígenas purépechas lograron sacar al venerado Señor de los Milagros, lo llevaron cargando a diversos sitios y cuando sintieron que su peso se aligeraba, entendieron que ahí quería quedarse; le construyeron una capilla y fundaron San Juan Parangaricutirimicuaro, que ya tiene alrededor de 18.000 habitantes.
A esa capilla se entra bailando y con sonajas, porque así le gusta al cristo que lo agasajen; y su magnífico piso de tablones se parece al del templo de Castro, capital de la isla chilena Chiloé.
En 1977 lo subí y me pareció feísimo y diferente a la colorida estampita de cuando ardía y pegué de niña, en un álbum de geografía.
El ascenso, parte a caballo y parte a pie, fue atroz; cada tres pasos, resbalaba dos por tanta arena; acabé con los tenis destrozados por las filudas piedras de lava y cociendo huevos bajo la tierra caliente.
Al Villarrica, cercano al Llaima y de 2800 metros de altura, subí con Matías la mitad en coche y luego en sillas del andarivel que cuelgan de un grueso cable, sobre el abismo.
No detiene la velocidad para tomar o dejar pasaje, como el de los Montes Cárpatos en Checoslovaquia; solo la disminuye y hay que pararse de espaldas y esperar el empujón de la telesilla para quedar sentada.
Arriba hay un restaurante con comida rica y preciosas vistas, que no pude disfrutar pensando que tarde o temprano debíamos bajar y brincar desde el andarivel andando y con Matías cerca de los noventa años, a una tarima sobre la nieve; infundada preocupación, porque lo hicimos perfecto.
El Popocatépetl está ahora en fase amarillo tres y vibra por los fluidos que se le mueven dentro, produce fumarolas y lanza gases, ceniza y fragmentos ardiendo.
Y como ha llovido, la Coordinación Nacional de Protección Civil avisó que podrían formarse arroyos de lodo y escombros volcánicos, llamados lahares.
A la amarilla tres, siguen dos fases de rojo; a las que espero no lleguemos, porque habría mayores columnas de vapor y lumbre, caída más lejos de ceniza, derrumbes parciales y graves daños al entorno.
Su trayectoria de los últimos quinientos años indica que continuará igual, pero por si acaso las autoridades han pedido a poblaciones de los estados de México, Puebla, Tlaxcala y Morelos, mantenerse alertas.
Se le dice también Don Goyo, porque los antepasados vieron bajar de su punta a un viejo que dijo llamarse Gregorio Chino Popocatépetl; suficiente para considerarlo espíritu del volcán y confiar que avisará antes de erupciones peligrosas.
Tiene 730.000 años y los habitantes de Santiago Xalitzintla le celebran cada 12 de marzo, día de San Gregorio, su cumpleaños.
Caminan varias horas a cinco mil metros sobre el nivel del mar, detrás de bandas de música encabezadas por tiemperos «elegidos» por el volcán y espíritus que controlan lluvia y granizo, para llegar a seiscientos metros del cráter y ofrendarle flores y guajolote guisado en mole dulce.
Quieren tenerlo contento, para evitar se cumpla la profecía tlaxcalteca que advierte que si explota despertará al Iztaccíhuatl, término náhuatl para «mujer dormida».
Según la leyenda, el joven Popoca tuvo que ir a la guerra estando comprometido con la hermosa princesa Mextli y cuando un rival aprovechó para engañarla, diciéndole que había muerto en batalla, ella murió de tristeza.
Al regresar y enterarse de la noticia, Popoca vagó desolado y mandó amontonar diez cerros para colocar encima el cuerpo de Mextli y se arrodilló con una antorcha en la mano, para velar eternamente su sueño.
Y cuando la nieve los cubrió, se convirtieron en los dos enormes volcanes que vigilan el Valle de México.