Elías fue probablemente de la última generación de periodistas militantes revolucionarios. Nunca lo negó, salvo cuando le tocó la tarea clandestina de trabajar con uno de los personajes más tenebrosos de la historia represiva del país: Donaldo Álvarez Ruiz, ministro de Gobernación de Romeo Lucas, hoy prófugo de la justicia, señalado de ser uno de los responsables de la quema de la Embajada de España.
Falleció en el mes de la Revolución de Octubre, tal vez así lo decidió. Era terco y voluntarioso, a veces apacible y parsimonioso, poco efusivo. Por lo menos así lo percibí en distintos momentos y países en donde coincidimos, trabajamos y estudiamos juntos. Fue por un tiempo parte de nuestro equipo en Cerigua. Esta batalla contra la muerte no la perdió, la enfrentó y tal vez hasta la buscó.
No falleció, solo se trasladó a otro lugar a seguir persiguiendo el sueño por alcanzar la justicia social, esa que a él le consta no existe en el país. Nadie le contó, lo vivió en su niñez, supo el trabajo arduo de campesino, de niño lustrador, de pequeño que no tenía ni para comprar cuadernos, que los tuvo que coser y estudiar espiando los libros de otros.
A algunos la conciencia les llega por convicción, a otros por vivencia, el mérito es el mismo. Elías asumió que ser revolucionario era la opción para intentar cambiar nuestra necia realidad. No lo vio, por muchos esfuerzos que su generación hizo para transformarla, aquí están vivas las estructuras de la desigualdad. Esa es parte de la frustración colectiva de quienes han dedicado su esfuerzo para cambiar el destino de millones que viven en la marginalidad.
Él no quiso ser un narrador de hechos. No era el periodista tradicional. Quería contribuir al cambio. Dejó plasmadas historias noveladas. Trasladó enseñanzas a generaciones de alumnos. En los años de 1970 fue director de la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Usac, la cual recientemente lo “expulsó” de la docencia, porque ya era descartable. Ahora los profesores sancarlistas mayores de 65 años ya no tienen cabida en nuestra Alma Máter, deben irse a esperar la muerte, con conocimientos incluidos. Eso lo tenía indignado.
Fue intrépido, sintió miedo. Fue astuto, se ganó la confianza del ministro, consiguió información que trasladaba a sus responsables. Llevó mensajes a candidatos a la muerte, salvándolos de ese destino. Al final, lo descubrieron. En 1980 se desenmascaró. En conferencia de prensa, desde Panamá, reconoció que había pasado los últimos cuatro años encubierto.
Reveló su identidad y dio cuenta al mundo de las masacres, asesinatos y desapariciones ordenados por Álvarez Ruiz con el objetivo de “eliminar lo mejor de la intelectualidad. Era un programa orientado por Estados Unidos, dentro del contexto de Seguridad Nacional y en poco tiempo se asesinó al mejor capital humano que tenía el país”, dijo. Un exilio de 16 años con dos pequeñas hijas Paty y Sandrita, historia que contó en una novela inédita: Las hijas del Topo.
En silla de ruedas declaró en el juicio que se sigue por la quema de la Embajada de España. Fue ejemplo de consecuencia.