O la crónica de la muerte anunciada del duopolio PP-PSOE (ambos partidos apenas alcanzan juntos el 52%), aunque esta crónica bien podría titularse, también, algo así como el dramático triunfo pírrico de la derecha española.
Francisco Javier Alvear
Porque, en efecto, eso fue lo que ocurrió el pasado 24 de mayo de 2015: el PP ganó con un 27,03 % -pese a toda el agua corrida bajo el puente- las elecciones municipales y autonómicas, la séptima elección de este tipo que se produce en 36 años de democracia, sobre un 25,02 % del PSOE, su más próximo rival.
Parafraseando a Bertolt Brecht: “llegados a este punto no sería mejor disolver al pueblo y elegir otro”. La verdad es que todo depende de cómo miremos el vaso, si medio vacío o medio lleno.
Es así porque esta pírrica victoria “popular”, en la práctica, representa la pérdida de casi la totalidad de las mayorías absolutas que ostentaba en sus grandes feudos y capitales provinciales hasta el pasado domingo, cerca de dos millones y medio de votos, más de 20 años de mayoría absoluta y unos 3.500 concejales menos en todo el territorio nacional.
El PSOE por su parte, manteniendo levemente su desastrosa votación de las pasadas elecciones (2011), registra igualmente la más baja votación de su historia, con la pérdida de cerca de 700.000 votos y de cerca de mil concejales menos en toda España, obteniendo, contradictoriamente, algunos triunfos emblemáticos como el de Extremadura, y así, situándose en un segundo lugar y ante la falta de alternativas, se posiciona como la primera fuerza de izquierda.
Por lo que la primera gran lección que nos deja el 24-M habla con rotundidad del virtual desplome del duopolio y de un drástico cambio del sistema de partidos, a partir de la irrupción de nuevas formaciones herederas de los indignados del 15-M y de las variopintas “mareas ciudadanas” articuladas en las llamadas candidaturas de “Unidad Popular”.
La segunda gran lección nos muestra que el electorado español está virtualmente obligando a la izquierda a dejar atrás sus querencias cainitas y a unirse. Ello si pretende liderar la imprescindible regeneración política y democrática de este país y derrotar, efectiva y definitivamente, a la derecha neoliberal en las presidenciales de noviembre próximo.
Pues resulta más o menos evidente que por separado nadie, ni nuevas ni antiguas formaciones izquierdistas o pseudo izquierdistas, está en condiciones de marcar por sí misma el rumbo político o de “asaltar el cielo”, como dijera Pablo Iglesias, líder de Podemos. Ellos, aunque formalmente no se presentaron con su “marca” en las municipales, en las autonómicas, en donde sí lo hicieron como tal, no les dio para más que un tercer lugar, cuando mucho y bastante lejos de los dos grandes partidos hegemónicos.
De hecho los históricos triunfos de Madrid y Barcelona, con Manuela Carmena y Ada Colau (Madrid estaba en manos del PP desde hace 25 años y Barcelona nunca antes tuvo una mujer a la cabeza de su consistorio) corresponden, íntegramente, a las referidas candidaturas de Unidad Popular, constituidas por las “mareas”, los “indignados”, savia nueva de izquierda minoritaria e independientes, etc., por lo que se trata, en verdad, de articulaciones políticas que representan muchísimo más que, lo que ahora mismo, encarna y re-presenta el Podemos de Pablo Iglesias. Otro tanto representa la importante performance electoral de las “Mareas Atlánticas” de A Coruña –el otro batacazo- que ha llegado para acaparar espectacularmente cerca de un cuarto del electorado de las grandes capitales galegas.
Un ejercicio de unidad, por lo demás, para nada fácil -como ha quedado de manifiesto en las adelantadas elecciones andaluzas-, pues no solo pone en juego la generosidad política, las muchas veces ausentes habilidades negociadoras y de llegar a acuerdos o pactar por parte de sus diferentes actores –que también-, sino que, muy especialmente, pone a prueba la tolerancia de un electorado (muy) cansado de tantas traiciones y de tanta corrupción.
Precisamente, otra de las grandes lecciones que nos deja esta jornada se refiere a la relación con las tolerancias ciudadanas y se remite al categórico rechazo al “austericidio”, las puertas giratorias y la corrupción política (con algunas insólitas excepciones); toda vez que, comúnmente, los imputados por los diferentes delitos de corrupción resultaban paradójicamente electos, e incluso con mayorías absolutas, como ocurrió en justas electorales anteriores. Alguien llego a decir por ahí, no sin razón, que la mejor manera de repetirse el plato en un cargo público en este país, era ganándose alguna buena imputación. El caso más emblemático, en ambos sentidos, lo representa indiscutiblemente Valencia.
Por último, queda más o menos claro que este derrumbe electoral del PP constituye un verdadero varapalo para el monopartidismo (mayorías absolutas) y las manifiestas pretensiones de reelección de Mariano Rajoy, quien (imprudentemente) motivado -o no- por el efecto Cameron, y blandiendo la espada del terror, asumió un rol excesivamente protagónico en este complejo proceso electoral; al tiempo que el descalabro del PSC (Partit dels Socialistes de Catalunya), relegado prácticamente a tercer lugar, cuando no a la marginalidad -en ciudades de la importancia de Barcelona- en lugar del actor clave que ha sido del rompecabezas político hispano, anularía absolutamente las posibilidades del PSOE de llegar a La Moncloa.
Finalmente, una de las grandes interrogantes que nos deja el 24-M, a mi juicio, es si los partidos hegemónicos han tocado fondo y las emergentes formaciones políticas han tocado techo. En cualquier caso, y a juzgar por estos resultados, todo parece indicar que el nuevo panorama político español y la (re)actualización de la práctica política, pasará, necesariamente, por un escenario a cuatro bandas (dos por la derecha (PP-Ciudadanos) y dos por la izquierda (UP-PSOE) en la disputa de un cada vez más difícil electorado, que más allá de su consabido cinismo (que ejerce inescrupulosamente mediante el voto de castigo, que lo hace pivotar de un lado a otro), ha dejado claro, por lo demás, que es conservador, centrista y temeroso del cambio.
No en vano España fue víctima casi 40 años de dictadura fascista, de un horroroso holocausto cifrado entre 150 y 200.000 muertos, más de 100.000 desapariciones forzadas, más de un millón de prisioneros políticos y de expatriados, que se llevaron por delante, sin lugar a dudas, la mejor de su gente.
Como nos pudo haber pasado a nosotros con el genocidio chileno. El pasado no pasa, como dijo nuestro Patricio Guzmán, de una u otra forma está pegado a nosotros como nuestras mismas sombras.