Después de ganar el Globo de cristal a la Mejor Película Documental en el pasado Festival de Karlovy Vary y cosechar sorprendidos aplausos en los de Toronto y San Sebastián, “Muchos hijos, un mono y un castillo”, dirigida por el actor Gustavo Salmerón (“El arte de morir”, “Fuera del cuerpo”, “Reinas”), es una descabellada historia real en torno a la figura de Julita, la madre, quien a sus 81 años sigue siendo el eje en torno al cual gira una familia numerosa muy española en su caótico desorden, más numerosa a medida que pasa el tiempo porque a los hijos se han ido sumando los nietos.
Excéntrica, tierna y muy, muy divertida, la Julita que hace medio siglo se casó con un atractivo ingeniero industrial que hoy lleva un sonotone que se acopla con todo, tenía tres deseos que están resumidos en el título del documental: los hijos fueron llegando, hasta seis al menos; el mono fue una adquisición para compensar la pérdida de otro hijo, aunque finalmente resultó ser mucho más agresivo y menos obediente que los niños, hasta el punto de que tuvieron que regalarlo para evitar males mayores en el vecindario. Y el castillo, por extraño que parezca, también se convirtió en realidad gracias a una herencia.
Además, la familia Salmerón dispone de una fábrica –se supone que relacionada con las actividades del padre, no se especifica más- y una inmensa nave trastero donde Julita ha ido acumulando todo lo viejo, inútil, pasado de moda…porque “nosotros no tiramos nada”. Y ese nada incluye desde los dientes de leche de los hijos, la ropa que se les ha quedado chica, las urnas funerarias con las cenizas de los abuelos, los juguetes, lámparas, cuadros, bibelots, libros, papeles… y hasta un puñado de huesecitos, entre los que se incluye una vértebra, que perteneció a la bisabuela “fusilada por los rojos”, recuperados en la orilla de un río conquense donde los asesinos abandonaron los cuerpos.
En realidad, esta historia de puro realismo mágico sucede en torno al momento en que se intensifica la búsqueda de la vértebra de la bisabuela, cuando la crisis ha pegado de lleno a la familia Salmerón y tienen que abandonar el castillo porque sus deudas ascienden a “más de mil millones”, en pesetas para que Julita se haga una idea exacta de la magnitud. En la búsqueda –a medida que recogen, guardan, separan, hacen lotes, siempre sin tirar nada- participa toda la familia; a veces muy seriamente porque Gustavo, el realizador, insiste en que no sólo hay que enterrar a los muertos sino también a sus pedazos, y por momentos en medio de un cachondeo general, porque la vértebra tarda en aparecer pero mientras tanto van descubriendo anécdotas de la adolescencia de la madre, “de la Sección femenina y enamorada de José Antonio”, su pasión por la Navidad que en su casa “empieza el 1 de diciembre y termina el 15 de septiembre”, los más de cien vestidos que Julita ha cosido a todas las habitantes de “el cuarto de las muñecas”, los retratos de toda la estirpe pintados en los artesonados del techo, e infinidad de cajas que guardan recortes, ovillos, medias viejas…
Gustavo Salmerón ha estado grabando a su madre durante 14 años y más de 400 horas, ha rescatado películas en super 8 y vídeos de la infancia y ha dedicado los últimos dos años a dar forma a todo el material. La simpatía y el buen rollo que destila esta anómala tribu de extracción burguesa, que se mueve en el caos como pez en el agua, debe mucho al trabajo de montaje y a la desbordante, en todos los sentidos, personalidad de Julita, según su hijo “la Geena Rowlands y la Meryl Streep española si no estuviera tan gorda”, porque la otra pasión de esta inmensa mujer –“un torbellino vital y emocional” (Gregorio Belinchón, El Páis)- es la comida, aunque sabe que no es nada bueno ni saludable. Una mujer que, frente la cámara y con más de 80 años, parece haber encontrado el auténtico sentido de su vida.