El diario Le Monde habla de «una especie de internacional juvenil que ha entrado en el ruedo». Un huracán contestatario –y contradictorio– que se alza contra el descrédito de distintas clases políticas nacionales. Su base –repiten diversos medios internacionales– surge de la llamada Generación Z. Globalmente, serían los nacidos en el siglo XXI o en los años inmediatamente anteriores, en la última década del XX.
Sin embargo, en cada país esas rebeliones juveniles tienen motivos inmediatos distintos, aunque se puedan localizar ciertos puntos en común. Tampoco aparecen entre ellas elementos visibles de coordinación política o una coherencia ideológica determinada. Hablar de la desigualdad de manera absoluta, sin relacionarlo apenas con otros conflictos o quiebras sociales, se ha puesto de moda. La edad como realidad unívoca, como espacio estricto, se presenta como un cajón de sastre en el que cabe todo.
Pero referir conflictos muy dispersos a un mismo nudo generacional planetario es «una pseudoexplicación», advierte el sociólogo francés Gérard Mauger (CNRS, Centro Nacional de Investigaciones Científicas). Un concepto pseudocientífico digno del horóscopo.
Nepal, contra la corrupción y el nepotismo
En su fase actual, la denominación Generación Z parece haber renacido en Nepal, donde los jóvenes organizadores de las protestas dieron ese nombre a su propio movimiento impulsado –hace tres meses– prácticamente sin cabezas visibles.

En la segunda semana de septiembre de 2025, se inició una campaña de activismo llamada #NepoKids, que incluye la raíz de la palabra nepotismo y la palabra niños (en inglés). Una campaña dirigida contra la corrupción y los privilegios de lo que en español podríamos llamar niños de papá: contra los favores y enriquecimiento fácil de los políticos y de sus descendientes.
Lo de #NepoKids era una etiqueta que ya había circulado en otros países asiáticos y que habían popularizado filmes de Bollywood y Hollywood.

En Nepal, la mayoría vive frustrada ante los niveles de corrupción de sus políticos en un país en el que la edad media de su ciudadanía es de 25 años.
A la vez, se trata de una población de raíces rurales, que tiene altos índices de pobreza y emigración, mientras –paradójicamente– dispone de uno de los mayores porcentajes de uso de las redes sociales de Asia: el 48 por ciento de su población. El desencadenante preciso de las manifestaciones masivas de jóvenes fue una nueva normativa sobre redes sociales como Whatsapp, X-Twitter, Facebook, Instagram, Youtube, etcétera. En esa escena digital múltiple, los jóvenes pobres y sin futuro podían ver la exhibición de riqueza de los niños de papá.
Su revuelta, de inmediato generalizada a otras capas empobrecidas, terminó con un cambio de gobierno, tras unos días de brutal represión, decenas de muertos y centenares de heridos.
También con una convocatoria de nuevas elecciones que tendrán lugar en marzo, donde podrán votar todos los mayores de 18 años.
No está de más recordar que el desarrollo de la protesta de los nepalíes nos recordó las mayoritarias (y frustradas) revoluciones árabes de hace algunos años.
Marruecos, prefijo 212: protesta GenZ212
En Marruecos, la edad media roza la treintena. Un cierto desarrollo en determinadas áreas convive con modelos tradicionales (y desiguales) de simple supervivencia. En su expresión protestataria, también hemos visto allí a otros jóvenes indignados contra el nepotismo, el desempleo, las raíces podridas del poder y una desigualdad paralizante, mientras los lemas políticos del viejo nacionalismo marroquí no parecen motivar lo mismo en esta década. Aunque el 50 aniversario de la Marcha Verde haya disfrazado mínimamente las apariencias.
En ese país, este tipo de protestas –convocadas por bajo la etiqueta #GenZ212– surgieron dos semanas después que en Nepal, a partir de las noticias sobre la muerte de ocho parturientas en un hospital público de Agadir. Al parecer, las víctimas fueron ingresadas para el parto y perdieron la vida por cesáreas con material defectuoso. Muchos lo consideraron revelador de la situación de todos los servicios públicos del país. También jugó un gran papel el despliegue de obras públicas –consideradas como un despilfarro– para la preparación de eventos internacionales, como el Campeonato Mundial de Fútbol previsto en 2030, que se celebrará junto a España y Portugal.

Un buen conocedor de las realidades magrebíes, Juan Carlos Sanz (corresponsal de El País) ha ido describiendo en sus crónicas los sucesivos capítulos de la ira social revelada por GenZ212 (de nuevo Generación Z, en otra versión). También algunos detalles (El País, 4 de octubre de 2025) que ilustran bien la realidad de Marruecos:
–De las áridas barriadas populares periféricas se pasa sin apenas solución de continuidad a las praderas de los campos de golf, al vergel que rodea junto a la costa el palacio real de Agadir, uno de los que el rey Mohamed VI tiene a su disposición. Como en la mayoría de las grandes urbes, el grupo español ALSA gestiona el servicio municipal de autobuses. Cadenas como Iberostar o Riu controlan hoteles de cincos estrellas en primera línea de playa de casi 10 kilómetros…
En Marruecos, ha habido antes protestas similares, podríamos incluso hablar de protestas generacionales muy anteriores. Las últimas en 2011 (primaveras árabes) y en 2016 (revuelta del Rif). Todas terminaron con la represión, un cierto número de muertos y heridos, así como con centenares o miles de detenidos.
A finales de octubre, la Asociación Marroquí de Derechos Humanos documentó 240 condenados por participar en el movimiento GenZ212, así como un cierto número de víctimas mortales y centenares de procesados menores de edad. Varios cientos más están encarcelados en espera de ser juzgados.
Los jóvenes marroquíes –mejor formados que nunca– reclaman el fin de las desigualdades y una verdadera libertad de expresión, oportunidades de empleo, así como su derecho a vivir en su país sin tener que emigrar. En Marruecos, las desigualdades son sociales y territoriales: los efectos del terrible terremoto del Alto Atlas (hace más de dos años) no han sido casi reparados, por ejemplo.
Tras los casos de Nepal y Marruecos, podríamos poner el foco en los jóvenes peruanos, que contemplan su falta de futuro mientras los políticos van rompiendo las instituciones del país, entre episodios de corrupción y sustitución dramática de sus presidentes sucesivos, huidos o encarcelados, ante protestas continuas y un deterioro institucional que parece ya casi como irremediable. En Perú, los índices de pobreza de su población rozan el 40 por ciento de sus habitantes.
Los medios internacionales se han ocupado de la llamada Generación Z en Kenia, Serbia, Indonesia, Madagascar y Bangla Desh, entre otros países, donde el cruce de un empobrecimiento creciente, el desempleo masivo, la ruina de los modelos públicos, cuando existen, y la crisis de la vivienda, se entrecruzan con la espiral de la desesperación polarizada que reflejan las redes digitales ante la corrupción o la inacción del poder.

En Kenia, por ejemplo, se trata de una revuelta juvenil sencillamente porque la esperanza de vida es de 63 años y la edad media apenas supera los 20. Hablar allí sólo de guerra generacional es una frívola ligereza sociológica.
Además, es irreal concentrar el discurso de las protestas en los países citados como si fuera una repetición del dibujo romántico (y romantizado) de mayo del 68 francés o de las revueltas californianas de la universidad de Berkeley durante la guerra de Vietnam.

El relato mediático mayoritario se bloquea al calificar el fenómeno como guerra generacional. En ese sentido, hay una distorsión simplificadora cuando –por ejemplo– la revista Time lo resume en una portada en la que un joven lleva a sus espaldas el peso de un jubilado en su hamaca que lee tranquilamente un libro. El titular dice: How retirees are living on the back of the young (Cómo viven los jubilados sobre la espalda de los jóvenes). La caricatura está muy bien, pero esconde la mayor parte de la realidad.
Por un lado, se esconden los fenómenos de empobrecimiento general como si la falta creciente de futuro de los jóvenes de la mayoría de los países no formara parte del conjunto. Y simultánea y subrepticiamente se ofrece el mensaje venenoso de que el problema no son las élites mundiales y su acumulación de la riqueza, sino el desequilibrio financiero de los servicios sociales (incluyendo la eterna sugerencia neoliberal de privatización del sistema de las pensiones).
Desigualdades y poder de las élites
Estamos ante un proceso mundial de acumulación de poder –no sólo de riqueza– de niveles quizá nunca conocidos, que va destruyendo los derechos sociales mediante la propaganda y la acumulación de maniobras autoritarias . Destruyen o reducen al mínimo los derechos sociales, en donde existen, y laminan poco a poco las llamadas clases medias.
Según Oxfam, «en sólo una década el 1% de la población más adinerada del planeta incrementó su patrimonio en 42 billones de dólares, un número que multiplica por 34 el incremento patrimonial total [de la mitad] de la población mundial» (Suplemento Negocios, El País, 8 de junio de 2025).
O dicho de otro modo «el uno por ciento más rico del mundo capturó el 41 por ciento de toda la nueva riqueza, mientras que sólo el 1% fue a parar al 50% más pobre».
Ese fenómeno de empobrecimiento generalizado (de marginación y proletarización) de los jóvenes de la mayoría de los estados, va de la mano de un buen acomodo de los gigantes tecnológicos y sus dueños (Amazon/Jeff Bezos, Sillicon Valley/Mark Zuckerberg, Elon Musk, etcétera), cada vez más cercanos a los movimientos del ultranacionalismo de Donald Trump. También acomodaticio con otros regímenes y dirigentes autoritarios, entre los que hay que incluir a Vladimir Putin y a Xian Ping, lo mismo que a sus delegados chiquitos llamados Viktor Orbán, Nayib Bukele, Daniel Ortega o Javier Milei. Sobre la primera parte de este párrafo, léase la descripción certera publicada estos días en España por Giuliano da Empoli en su libro titulado La hora de los depredadores (Seix Barral, 2025).

El empuje es social, pero antes es propagandístico e ideológico. Se habla de los jóvenes en primer lugar, claro, para no hablar de clases sociales (y menos de lucha de clases, por supuesto). Todo se disfraza como choque generacional.
El problema – según sugieren la mayoría de los medios–no es la acumulación de la riqueza de Bezos o Musk, sino el coste de la sanidad, la enseñanza, del blablablá. De la salud pública y la pensión de tu abuelo.
Y el propósito de ese discurso habitual tiene mucho éxito: según el Centro de Investigaciones Sociológicas, en España, sólo un diez por ciento se considera ya «clase trabajadora». En su último discurso, en Asturias, el filósofo Byung-Chul Han se refirió a las trampas ideológicas que elaboran esa autoconcepción de muchos como «ese colapso que llaman burnout» que nos convierte en «aquel esclavo que le arrebata el látigo a su amo y se azota a sí mismo».
En África, casi dos tercios de las personas tienen entre 15 y 35 años. Son más de cuatrocientos millones, entre los que apenas hay empleado un tercio y otro tanto vive en una enorme precariedad. Ese es el destino de quienes pintan los derechos laborales y los servicios sociales como si fuera culpa de un abuelo que lee tranquilamente en su hamaca situada encima de la espalda de su nieto.
No hay dinero para pagar las pensiones, repiten. En la crisis de 2008, fue el mayor mantra neoliberal de quienes habían provocado aquel desastre.
De modo que quien hace discursos (o escribe libros) contra los putos boomers quizá quiere que miremos su dedo, cuando lo que hay que mirar es la luna a punto de oscurecerse para la mayoría. Hay algunos autores y medios que hablan realmente del problema de la vivienda que tienen –entre nosotros– los jóvenes, pero apenas citan los desahucios de mayores que ya no tienen fuerza, salud, ni edad para enfrentarse a su pobreza extrema. ¿Es eso también generacional? ¿Pertenece a nuestro tiempo? En España, una media diaria –sí, diaria– de sesenta personas –de todas las edades– son expulsadas de sus casas o son amenazadas por bandas antiokupas, a veces vinculadas a grupos especuladores.
«Materialmente, su vida ha sido más fácil», dice con suficiencia esa autora de La vida cañón, que no quiero citar. ¿Es eso una verdad cañón? ¡Vaya adjetivo pijo que ha elegido para su obra maestra!
La proletarización social crece y la desposesión juvenil forma parte de ese proceso social general, que incluye la presión para que los mayores se traguen un determinado vocabulario que disimula los conflictos sociales. Por eso, quizá haya que regresar al vocabulario primitivo del siglo XIX, cuando la actual revolución tecnológica era revolución industrial y los pobres obreros o proletarios.
Porque a este paso pronto regresaremos al trabajo infantil que conocimos en nuestra infancia. Entre otras cosas, porque el llamado ascensor social está despareciendo. El ascensor no sube, baja. En Estados Unidos, hace pocos años me sorprendió ver a personas de ochenta años haciendo pequeñas tareas para la clientela de algunos supermercados. Y ancianos tras algunos mostradores. Para todos, el ascensor social desciende. Baja a pasos agigantados. Lo llaman precariedad, pero se trata únicamente de una frágil frontera hacia la vieja pobreza.
Volvamos a llamar a las cosas por su nombre. Quizá eso de la Generación Z es un trampantojo que esconde la vieja clase de los proletarii del Imperio Romano, un concepto revitalizado por Karl Marx en el siglo XIX.

En un autor alemán de la Generación Z, Jean-Philippe Kindler, leo sobre «la fetichización del propio yo», un fenómeno verdaderamente actual, y sobre eso de retorcer el vocabulario político para adaptarse –y obedecer– a las élites globalizadas:
–Resulta de una arrogancia incalificable que en muchos círculos de activismo prevalezca la idea de que los boomers deben empezar por aprender todos los nuevos códigos lingüísticos antes de ser incluidos en sus luchas.
El librito de Kindler se titula Scheiß aud Selflove, gib mir Klassenkampf. Eine neue Kapitalismuskritik, traducido aquí como A la mierda la autoestima, dadme la lucha de clases (Seriecero, 2025).
En realidad, si hay un terreno de absoluta, imprescindible, confluencia generacional, ése debería ser el de la lucha contra el calentamiento global y el cambio climático, en el que las generaciones Z pueden reclamar la mayor solidaridad por parte de quienes tenemos menos años por delante. Pero esa pelea es claramente intergeneracional por definición.
Los dueños de las grandes corporaciones defienden cada vez más ideologías autoritarias. Y sus decisiones van destruyendo la naturaleza, el planeta, el pensamiento, las universidades públicas o el sistema de salud, mediante la magia de los discursos cañón. Quieren presentarnos las peores desigualdades, como si apenas fueran un asunto privado entre los que nacieron antes y los que nacieron después. Como un like de Tiktok, como un emoticono rápido. Menuda trampa global, menudo timo.




Estoy totalmente de acuerdo con el análisis que hace Paco Audije en su artículo. Es claro y pedagógico, además de profundo. Recomendable.