Juan Tomás Frutos
Lo que más comunica es lo que vemos, lo que percibimos desde el punto de vista del contenido y del continente. Por eso hay que saber utilizar la vista. Reiteramos a menudo que miramos a los demás, que los vemos, y seguramente, por nuestros hechos, no acontece así. Tengamos presente que por nuestras obras somos conocidos.
La teoría conductista de la comunicación insiste en ello. Sucede que no contemplamos a menudo las soledades, ni muchos de los dolores, ni de las necesidades que se nos plantean. Es una suerte de selección a la inversa la que hacemos, de modo que no cargamos con lo que otros desarrollan, con lo que poseen o con lo que necesitarían. Pese a todo, sigo creyendo que la solidaridad es un valor que campea por los lares habituales de nuestra convivencia frente a la larga competencia de la sociedad moderna. Hay muchos que deciden correr con el peso de los otros. Son ejemplos a seguir.
Hoy, sin duda, prefiero quedarme con los modelos más optimistas de entrega. Hemos de buscar, como prioridad, a los demás de manera empática: ése es el consejo, y hasta de la guisa más simpática hemos de actuar, que podemos. Hemos de detener el tiempo presuroso para dar con la esencia de las coyunturas que nos envuelven un día sí y otro también. Debemos señalar el camino de la cordura que pasa por conocer lo que se lleva a cabo, y para ello nos hemos de poner, verdaderamente, en el lugar de los que nos acompañan por esta aventura maravillosa que se llama existencia humana. Lo es si la interpretamos desde el prisma de la fortuna que es existir.
Los ojos nos dicen mucho, quizá todo. Es difícil que puedan mentir. Cuando hay deseo, de todo tipo, cuando hay pesar, de toda índole, cuando hay alegría, de raíces profundas, cuando hay un afán por conocer, etc., todo ello, por supuesto, se nota a través de la propia mirada, que contempla, sí, pero que también da a entender nuestros afanes, nuestras fuentes, nuestras interioridades, lo que meditamos, lo que precisamos, lo que perseguimos. Asimismo es importante saber y chequear, y actuar en consecuencia, respecto de la mirada de los que nos rodean.
Los ojos nos brindan el poso de nuestra alma, que se muestra capaz de superar todo acontecimiento y de enganchar con el prójimo en un acto de futuro prometedor. En la mirada hay calor humano, sentimientos, sensaciones, gratitud, capacidad de diálogo y de negociación, de salir adelante. Igualmente nos procura entendimiento, y por eso no debemos renunciar a ella, por muchas prisas que tengamos o que nos dispongan las circunstancias.
Identificarnos
Mirar al otro es casi una obligación. Hemos de identificar quiénes somos en relación a los demás, pero no por estar pendientes de sus elucubraciones, sino para ser obra y resultado de los mismos quehaceres, de toda una suerte de empeños que nos pueden hacer derivar a anhelos claves. Reconozcamos lo que somos, lo que nos gustaría ser, mediante el análisis de lo que divisamos y de lo que otros vislumbran. Lo deseable es que procuremos vernos bien a través de medidas oportunas y que nos esforcemos por los demás con merecimientos y arraigos.
De lo que se trata, pues, es de otear, y no sólo de mirar. Para ello hemos de adentrarnos en las ilusiones, en los bagajes, en las pretensiones, en lo objetivo y en lo subjetivo de lo que ciñe el envoltorio verbal y no verbal con el que intentamos transmitir una suerte de conocimientos. Lo importante no es únicamente que lleguen, sino que los sepamos experimentar. Para ello, repetimos, la mirada, siempre la mirada, es nuestro referente. Con los ojos abiertos que nos decía el poeta Luis Rosales podemos acercar muchas distancias y conocer más allá de multitud de fronteras. La esperanza es realizable, y más con el brillo de los ojos que tiene en cuenta las circunstancias ajenas y hasta las personales.