Roberto Cataldi[1]
En este mundo errante, conducido por una dirigencia política errática, resulta imposible no abordar temas que no estén modelados por los pensamientos propios de nuestros días, pero también por la colisión entre generaciones, la que no tendría salida.
Para unos estamos en un laberinto, para otros en una encrucijada muy compleja, a la vez que se intenta representar las coordenadas morales con más esnobismo que inteligencia. En fin, muchos consideran que el dilema estaría entre la lealtad afectiva y el sentido de verdad (hoy en su peor momento).
No deja de ser curioso que una de las palabras que más se usa en todas partes es: «cambio». Cambio en el sentido de la acción y el efecto de transformar algo, y lógicamente uno pretende que ese cambio, de producirse, sea en sentido positivo. En la política, la necesidad de un cambio opera como una suerte de mantra, sin embargo, la impresión generalizada es que nada cambia, o si cambia es para peor, e incluso se apela al gatopardismo.
Y en este injusto panorama de época, no son pocos los que en su discurso claramente dogmático mencionan como «inevitable» el advenimiento de nuevos principios y valores (sin conocer en profundidad qué significan estos términos), que por otra parte ya se habrían instalado. Pienso que resulta muy difícil dialogar con los dogmas, y hacerlo con los fanatismos es perder el tiempo.
En realidad, no hay duda que vivimos un período de profundos cambios, en todos los órdenes de la vida. Algunos dicen que este proceso comenzó con la caída del muro de Berlín, otros a partir del inicio del nuevo siglo, no faltan los que señalan como punto de referencia la crisis del 2008, y el hito más reciente sería la pandemia, con las graves secuelas que se verifican en nuestros días.
Sin embargo, estimo que los cambios comenzaron mucho antes, pues, ya en los años sesenta y setenta tuvimos una etapa de contracultura que implosionó los cimientos morales de la sociedad, cuestionando la autoridad, incluso dentro de la estructura familiar.
También sucedió en los finales del siglo diecinueve con la «moral victoriana», firme defensora de la represión sexual, la política de la respetabilidad pública, el cumplimiento a rajatabla de los estereotipos de género, en fin, esa hipocresía victoriana que desplegaba una apariencia de moralidad y recato que, contradecía su aceptación de la explotación laboral (hasta infantil) y la prostitución en términos generales.
En efecto, por algo se habla de «cultura de época», ya que con el paso del tiempo es ineludible que cambie la forma en que la sociedad cree entender el mundo. Y a lo largo de la historia comprobamos que siempre hubo una contracultura, a veces muy fuerte porque está plenamente convencida del cambio sociopolítico, como acontece con algunas manifestaciones artísticas. Es más, en ocasiones, comprobamos un cierto humor de época o incluso una emoción contenida como forma personal de aproximarse al mundo en que vivimos, diferente del mundo que mencionaba Stefan Zweit («El mundo de ayer»).
Recuerdo que en 1980 la película «Fama», expresión conspicua del cine estadounidense, inspirada en el musical «A Chorus Line» (1975), planteaba un drama juvenil de época donde se competía por alcanzar la fama (ser conocido y reconocido por el gran público).
Claro que fama sería diferente a tener éxito (el exitismo está en boga), consistente en la satisfacción personal de haber alcanzado la meta a través del sacrificio (hoy palabra vetusta, reemplazada por el deseo de confort e inmediatez) y, el éxito puede conducir a la fama, no viceversa.
También recuerdo que en ese año fue asesinado John Lennon, y el homicida, perpetrado el hecho, se quedó sentado en la vereda leyendo un libro, pues no tuvo intención de escapar, todavía está en la cárcel, y hace poco reveló que no tenía nada contra el talentoso beatle, pero lo hizo porque quería ser alguien, su deseo era ser famoso…
Científicos investigaron acerca de los valores de los australianos antes y durante la pandemia, y habrían concluido que la emoción sería un importante mecanismo para alterar los valores de las personas (sobre todo las más temerosas del contagio). Establecieron que los valores de estas personas cambiaron al aumentar el deseo de autoconservación, de libertad e independencia, y disminuyó el deseo de estimulación (emoción y novedad) y el cuidado de la otredad (valores de autotrascendencia o buscar un sentido a la vida y cultivar la espiritualidad).
Pues bien, ya que la inteligencia artificial (IA) se ha impuesto como tema y herramienta central en la vida de los seres humanos (si no le damos prioridad en las noticias y la conversación cotidiana nos acusan de pertenecer a la Edad de Piedra), preguntémosle qué le sucede a los jóvenes actuales: enfrentan múltiples desafíos, problemas de salud mental (ansiedad y depresión) que son exacerbados por la presión académica, las redes sociales, la incertidumbre sobre el futuro, y además, tienen dificultades económicas y laborales, al igual que menor movilidad social, también con frecuencia sufren accidentes de tránsito y consumen más sustancias (fármacos, drogas).
Y si intentamos averiguar acerca de los problemas intergeneracionales, mencionará las diferencias de valores, estilos de comunicación, expectativas laborales entre generaciones, todos conflictos que dan lugar a malentendidos, estereotipos, tensiones, acosos, abusos.
En fin, convengamos que es una situación que no solo se verifica en la vida pública y privada, también en la vida íntima.
Cesare Pavese pensaba que, «Los problemas que agitan a una generación se extinguen para la generación sucesiva no porque hayan sido resueltos sino porque el interés general los deroga»; y Carlos Fuentes decía: «Desventurado el país que a cada generación tiene que destruir a los antiguos poseedores y sustituirlos por nuevos amos, tan rapaces y ambiciosos como los anteriores». ¡Qué actuales estas reflexiones!
En verdad, yo creo que muchos de estos problemas, conflictos y dilemas pueden llegar a gestionarse en conjunto, de manera colaborativa, y llegar a ser una oportunidad para la transferencia de conocimientos mutuos así como para el enriquecimiento de ambas partes. Coincido con Margaret Atwood: «Si se rompe el vínculo en el tiempo entre una generación y la siguiente, el juego concluye para siempre»
Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)



