El Chavo del 8 y Chespirito salían a relucir a cada rato en las pláticas de los representantes de partidos comunistas latinoamericanos ante la revista Problemas de la Paz y el Socialismo, que editaba en Praga la Unión Soviética y donde yo trabajaba corrigiendo textos en español.
Nunca se me hubiera ocurrido que pudieran interesar a hombres a los que creí solo preocupados por revoluciones, pero así era y no solo a ellos.
Muchos años después, iba manejando en Santiago de Chile porque a Matías lo habían operado horas antes de cataratas y llevaba un ojo tapado, cuando nos detuvo una carabinera.
Me pidió patente de conducir y carné de identidad, contesté que era mexicana y por las prisas de llegar temprano a la clínica desde el rancho donde vivíamos, no había cambiado de bolsa mi licencia internacional y mi credencial de residencia en Chile.
Solicitó entonces los de Matías, que tampoco llevábamos; habían quedado en el automóvil estándar que usaba y había olvidado esa mañana en la agencia, al cambiarlo por el que íbamos estrenando.
Al constatar que nos faltaba absolutamente todo, la carabinera enfureció; dijo que mentíamos y llamó a un oficial, quien tras de oír de su subalterna el rollo de nuestras infracciones, hizo algunas preguntas.
Respondí rápido, porque me urgía llegar a que reposara Matías y de repente sonrió y dándome la mano, dijo «puede irse dama y no vuelva a salir sin documentos, porque entonces sí, la remitiremos al Juzgado de Policía y a Extranjería».
Intrigada, le pregunté que había motivado su cambio de actitud.
«Supe que dice la verdad y que sí es mexicana, porque habla igualito que el Chavo del 8 y como a mis hijos les encanta, nunca nos perdemos sus programas» contestó.
A los pocos meses Roberto Gómez Bolaños y doña Florinda, visitaron Chile y en una comida que en su honor hicieron el inventor de las telenovelas mexicanas Valentín Pimstein y su esposa Victoria, le agradecí que su fama me hubiera salvado de ir detenida.
Tal vez en algo notó que la comparación no había sido muy de mi agrado y dijo que no debía sentirme mal, porque en la universidad texana de Austin los alumnos de español usaban sus frases como texto.
Recordé todo eso al estar ahora escribiendo y pensando que algunos representantes comunistas realmente necesitaban motivos de alegría, porque sus vidas eran de carencias y dificultades.
Ser representante, era una especie de beca que por dos o tres años otorgaban los partidos por diversos motivos, como evitar que sus dirigentes fueran reprimidos o desaparecidos y que sus hijos pudieran ir a la escuela y vivir en familia.
Suena sencillo, pero no lo era entonces en Guatemala, Chile, Argentina o el Salvador, por ejemplo, de donde habían salido clandestinamente y llegado a Praga con otros nombres, por motivo de seguridad.
Y en medio de la gratitud al país que tan generosamente los acogía porque recibían salario, servicio médico, departamentos y alimentación y entretenimiento, y a la URSS que se hacía cargo de los gastos, sentían nostalgia por los familiares, amigos y costumbres, que habían quedado atrás.
Manifestada, sobre todo, cuando se juntaban a brindar por el Año Nuevo cuando sonaban las doce de la noche en sus respectivos países, ya que aparte de Elena, una linda muchacha checa encargada de que nada les faltara, los representantes no se relacionaban con la población local, que no quería a los rusos ni a sus simpatizantes.
No olvidaban que tropas soviéticas y sus aliados del Pacto de Varsovia, con excepción de Rumania, invadieron Checoslovaquia la noche del 20 de agosto de 1968 para acabar con las reformas políticas y económicas que impulsaba el presidente Alexander Dubček para llegar a «un socialismo con libertad y rostro humano».
Elena acompañaba como traductora a los representantes a consultas médicas y a donde fuera necesario, porque el checo es un idioma dificilísimo; del que solo recuerdo la palabra nasgledanous, gracias.
Organizaba viajes de fin de semana a aldeas donde la revista tenía casas bien puestas y con facilidades para practicar deportes; de varios días, a castillos y museos en sitios más alejados y a esquiar en los Montes Tatras en invierno.
Simpatizamos y me presentó a sus padres y amigos, que se referían a los mandamases de la revista como los nashas; porque se la pasaban presumiendo nasha rodina (nuestra patria) nasha jlieb (nuestro pan) nasha doctors, etc, siendo que en Checoslovaquia todo era de mejor calidad.
Elena era terminante cuando alguna soviética se pasaba de pesada «si no te gusta puedes irte», pero trataba bien a mi jefa Lyuda porque le irritaba que la desdeñaran por tener padres humildes y campesinos.
Originaria de un pueblito ucraniano al pie de los Urales, cordillera baja y boscosa que es frontera natural entre Europa y Asia, Lyuda contaba a quien quisiera oírla, su vida familiar.
Mostraba fotos de su mamá en la recolección anual de hongos y yagadas, frutitos rojos, y de su padre matando cerdos para salar o embutir la carne y venderla.
Soñaba con poner agua potable en la casita paterna y arrendar en Moscú un mejor departamento para criar a su hijita Tania de diez años, por lo que malcomía para poder ahorrar.
Y miraba con codicia, los árboles llenos de fruta que había en espacios públicos de la capital checa y solo se cortaba para niños de orfanatos y hospitales.
Acostumbrada a la escasez de todo, no podía creer que en un país para ella inferior y casi colonia soviética, hubiera fruta de sobra y tiendas bien surtidas.
Todo se le antojaba, pero poco compraba y se alimentaba casi únicamente de requesón y cereales mezclados con leche, que llamaba gachas.
Y una fría mañana de invierno, no sin indecisiones y remordimientos y previa consulta conmigo, se compró un abrigo de piel de ardilla; pidió tres días de permiso y partió a Moscú a lucirlo.
Regresó feliz: «Me miran diferente; en el metro no me empujan tanto y en el elevador de mi edificio, un hombre que nunca me saludaba me abrió la puerta».
Pero el abrigo nuevo no cambió su situación de subordinada y ni por eso los altos jefes la invitaron a la fiesta anual de la revista, a la que se moría por asistir.
La alimentación de funcionarios y secretarias era similar a la de Lyuda, atesoraban lo que recibían en Praga para mejorar su vida y la de sus familias en la URSS; pero no dejaban de lado su prepotencia.
Las instalaciones de la revista tenían sauna a la que iba con frecuencia, encontrándome con las secretarias de los nieverju (los de arriba), pero no con esposas de los representantes partidistas a los que estaba destinado.
Les pregunté y dijeron que no se sentían bienvenidas y la única que aceptó ir fue la esposa del representante del Partido Comunista Dominicano.
Me arrepentí por haber insistido porque en cuanto entramos, las soviéticas salieron disparadas tapándose la nariz y criticando que fuera mulata.