Maite Pérez
Noté que la rueda no giraba bien y se lo dije a mi padre.
Debe ser la junta, ¡malditos bueyes!, ya les toca descansar –me gritó cabreado-. Tú no te pares, todavía quedan muchas cosas por recoger.
Nunca le guardé rencor a mi padre por lo mucho que me hizo trabajar mientras estuve a su lado. Porque, si con frecuencia era duro conmigo, los momentos en que se mostraba cariñoso borraban todo lo demás.
Cuando peor lo pasábamos era en el invierno, aún no había salido el sol al levantarse mi padre, y si yo me acostaba cansado, él lo hacía más tarde que yo.
Cuando cumplí los diez años vino una época decisiva para mí. En ese entonces hubo una gran sequía que nos obligó a vender la mitad de nuestro mísero terruño para poder malcomer. Mi padre andaba desquiciado. Si antes nos acostábamos reventados, ahora ya nos levantábamos así.
Yo buscaba en vano una solución que nos permitiera un poco de desahogo. Pero las ideas no venían a mí, tan inútil era.
¿Es que piensas comer todo el día, condenado chiquillo? ¡Todo lo que comes tú es lo que me quito de comer yo!
Pobre padre mío. ¿Cómo podía enfadarme, si tenía toda la razón? Lo que apenas habría sido comida suficiente para un hombre tenía que estarlo compartiendo conmigo.
Fue en aquella época cuando más le compadecí y cuando me di cuenta de que tenía en mis manos la solución. Porque ¿de qué me servía a mí estar viviendo de aquella forma, sin tener ni siquiera la satisfacción de quedar repleto de comida? Y bien claro lo había dicho él.
Era triste pensarlo, pero la única solución era la muerte. Y si no acababa de decidirme, era porque a pesar del hambre y la fatiga, había momentos, muy breves por desgracia, en que lograba sobreponerme y soñar tiempos mejores, cosas imposibles pero maravillosas. Qué pena no poder hablar de esas cosas con mi padre.
Fue en la tierra. Era el mes de octubre y la estábamos preparando para la siembra. Yo quitaba las piedras mientras mi padre trabajaba con el azadón. Llevábamos haciendo lo mismo horas interminables.
– Hijo, coge el azadón un rato mientras me lío un cigarro…
Era la misma voz de siempre, el mismo tono, pero era la primera vez que le oía llamarme “hijo”. Fue aquello lo que me decidió.
– Sí, padre.
Tengo la certeza de que mi voz sonó distinta porque mi pobre padre sonrió al mirarme mientras empezaba a liar su cigarro. Cogí el azadón abandonado por él. Tuve que hacer un gran esfuerzo para usarlo porque era más grande que yo. Me acerqué a mi padre por la espalda y le partí la cabeza.