«El deber del pueblo es indignarse; el de los gobernantes, reflexionar sobre ello». (Michel Foucault)
Historia de venganza y confesión personal, “Matar a Jesús”, de la colombiana Laura Mora Ortega (“Antes del fuego”), está rodada en escenarios naturales de Medellín y con actores no profesionales.
Paula es una estudiante universitaria de Bellas Artes que presencia el asesinato de su padre, profesor de ciencias políticas de la universidad pública de Medellín. Al ver que la policía no solo no hace ningún esfuerzo para resolver el caso, sino que además es tan corrupta que ha robado el reloj del muerto, la joven se cree obligada a actuar por su cuenta para encontrar al culpable. Unos meses después del asesinato, Paula se cruza con Jesús, el joven que cometió el crimen…
El resultado es una película de denuncia, un retrato social interesante aunque desigual, aunque conviene recordar en todo momento el contexto en que se producen los hechos -Colombia, siempre desgarrada por las actuaciones guerrilleras y paramilitares, y asolada por el tráfico de drogas que, en mayor o menor medida, acaba afectando a todos los ciudadanos- lo que facilita la comprensión. Para ayudar, la realizadora confiesa que ha querido «generar preguntas alrededor del acto de venganza, de si continuar matándonos es una opción o si empezar a reconocernos en el otro, incluso cuando éste representa la humanidad más lejana, es quizás el camino hacia nuestra propia redención».
Laura Mora ha dedicado la película a su padre, al que un sicario asesinó cuando ella tenía 22 años. Evidentemente, esos hechos son la base sobre la que se ha montado la película aunque la autora no ha precisado hasta qué punto la ficción responde a una realidad vivida; parece bastante improbable que la estudiante burguesa descendiera hasta los bajos fondos de la ciudad, e incluso que en algún momento su vida se cruzara con la del asesino de su padre, aunque es indudable que, al menos en teoría, un supuesto así da mucho juego a la hora de elaborar la ficción.
En mi opinión, es justamente a partir de ese momento cuando la película empieza a no resultar creíble, pese al estoicismo con que la chica asiste a las exhibiciones de crueldad y amoralidad de la pandilla del asesino, jóvenes drogadictos, camellos y sicarios, que arrastran una existencia de perros callejeros y que son, en suma, otras víctimas más de una sociedad en la que la infancia crece familiarizada con la muerte.