Tras conocer la sentencia a “la manada”, esos “valientes machos” españoles que se divirtieron con una joven de 18 años a base de satisfacer sus instintos sexuales, las reacciones en todo el país han sido de auténtica repulsa. Los jueces (dos hombres y una mujer) han dictaminado que no fue violación, que sólo abusaron de ella. El castigo: nueve añitos. No me sale ni una palabra que no sea altisonante ante tamaña sentencia.
Han sido miles de mujeres las que han alzado sus voces y han dejado constancia escrita de su repulsa.
Una de ellas, Carlota Miranda, ha publicado en su blog de Instagram algo que podía haber escrito la propia agraviada. Se puso en su piel, sin más. Como muchas más nos hemos puesto, y no nos extraña que se quedara en “shock”. Imagina la escena y piensa cómo reaccionarias tú. Tú, mujer, porque ellos son incapaces de ponerse en nuestro lugar. Puede que alguno, pero pocos, muy pocos. Sólo hay que hacer un repaso a las fotos que se han tomado en las concentraciones: echo de menos a padres que pidan unas leyes justas para las agresiones sexuales. ¿Es que no tienen hijas, hermanas, primas, amigas…?
Dice Carlota en su cuenta de Instagram
Vivo en un país en el que no se considera agresión sexual que cinco hombres me metan de noche en un portal, agarrándome de las muñecas, cuando estoy en estado de embriaguez, aprovechando su evidente superioridad física y numérica. No se considera agresión sexual que me penetren simultáneamente – a mí y a mis 18 años – por la boca, por el ano y por la vagina mientras me graban con sus móviles. No se considera agresión sexual que, en esas condiciones, eyaculen dentro de mí y lo hagan sin preservativo. No se considera agresión sexual que ellos estén tan cachondos como eufóricos, jaleándose y pidiendo a gritos turno para metérmela, mientras yo no hago ni la más mínima muestra de estar disfrutando de la situación.
Vivo en un país en el que no hay ni rastro de agresión sexual en que, los que hablaban de que “hay que llevar burundanga, que luego queremos violar todos”, difundan vídeos con contenido sexual en los que yo aparezco. Siete vídeos explícitos en los que se ve cómo me humillan y me vejan. No hay rastro de agresión sexual cuando, después de su fechoría, ellos se van a seguir la fiesta y a mí me dejan tirada en el portal, sin ropa, robándome el móvil antes de marcharse para que no pueda ponerme en contacto con nadie.
Nada hace pensar que haya sufrido un agresión sexual aunque esté sola de madrugada, llorando en un banco de una ciudad desconocida, hasta que una pareja me encuentra y llama a la Policía. No hay agresión sexual aunque los guardias, el personal médico y mi estrés post-traumático digan lo contrario. No hay agresión sexual aunque, dos años después, siga necesitando asistencia psicológica. No hay agresión sexual porque la educación sexual en mi país nos la ha enseñado el porno.
Vivo en un país en el que la Justicia da carta blanca a violadores y asesinos y me dice que si siento que me van a violar, no puedo entrar en estado de “shock”. Tengo que gritar mucho, patalear una barbaridad y oponer toda la resistencia física que mi cuerpo me permita para que me hagan daño. Para que se me note después. Sangre, moretones y alguna fractura, como mínimo. Para que controle ese instinto de supervivencia que me sale en situaciones de pánico y, en vez de enfrentarme a esas bestias contra las que sé que no puedo, decida volverme tan loca que mi asesinato pueda ayudar a que crea mi versión alguien de ahí fuera.
Vivo en un país en el que aceptar ser violada para poder seguir con vida no se entiende. “Si no quería que la penetraran entre cinco, ¿por qué no se marchó de allí?” De aquella ratonera. No puedo con uno, estando en plenas facultades, y quieren que pueda con varios, sin estarlo. Pero también vivo en un país en el que enfrentarme a mi violador, sabiendo las consecuencias fatales que puede tener, tampoco se entiende. “¿A quién se le ocurre plantarle(s) cara sabiendo que tiene todas las de perder?” Además, si les denuncio, me dicen que es mentira. Que les quiero joder la vida, aunque no los conozca de nada. Y si no les denuncio, me dicen que por qué no lo hago si es verdad. Que cómo soy tan tonta.
Vivo en un país en el que, haga lo que haga, las preguntas siempre me las hacen a mí. Supongo que la sociedad se centra en lo que yo hago (o dejo de hacer) porque todavía no tienen el valor suficiente para preguntarse a sí mismos qué estamos haciendo mal para que lo que me hicieron a mí, se lo hagan – con total certeza – a tres mujeres al día en España. Qué estamos haciendo mal para que sólo una de cada ocho mujeres violadas en nuestro país decida presentar una denuncia. Qué estamos haciendo mal para que sigamos siendo objeto de uso y consumo.
Vivo en un país en el que todavía le debemos nuestro cuerpo a ellos. Se nos cosifica hasta la saciedad y, al final, somos eso. Sólo un cuerpo. Inerte. Un cuerpo. Sin vida. De hecho, mira hasta qué punto se nos cosifica que, aunque parezca increíble, muchos aún no tienen claro cuándo estamos disfrutando y cuándo estamos sufriendo. Les importamos tanto que no lo saben diferenciar. Sólo somos un cuerpo. Sin más.
Vivo en un país en el que sé que antes de tener 25 años, podré volver a encontrármelos en cualquier calle, en cualquier fiesta, en cualquier ciudad. A José Ángel Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo, Jesús Escudero, Ángel Boza y Antonio Guerrero (de izquierda a derecha en la imagen). Podré cruzármelos de nuevo y será entonces cuando todos los pedazos que intento reconstruir a diario, vuelvan a tambalearse.
Por mí y por todas mis compañeras seguiré luchando con un objetivo muy claro. Como decía la yaya, “que lo que no tuve para mí, sea para vosotras”. Hermanas.