Hay personas eternamente ocupadas. Las entiendo, porque hace tiempo que quien esto escribe se halla entre los entregados a numerosos y maravillosos frentes. Eso es fantástico pues aprendemos de los quehaceres, de los aciertos y de los fracasos, de las maravillas que nos encantan y entusiasman en el día a día, pese a los sinsabores que a veces nos puedan rodear.
No obstante, con constancia nos hemos de repetir que somos mortales y que no debemos confundir lo urgente con lo importante. La vida consiste en tomar decisiones y, de vez en cuando, hemos de dejar lo accesorio para no perder lo esencial. ¿Y qué es lo fundamental? Sin duda, el amor, la amistad, los buenos ejemplos, la cercanía de los nuestros, enmendar los entuertos, aprender, compartir, saber opinar, tener unas horas para el silencio, la escucha y la reflexión… No nos deben faltar jamás unos minutos diarios para conocer y conocernos un poco más.
La felicidad y la paz interior no se inventan. Son el resultado de un empeño y un esfuerzo en lo cotidiano, de cada jornada, con implementaciones pacíficas y alturas en las miradas. No debemos permitir que pase un solo minuto sin sacar el suficiente partido a todas las opciones que albergamos, que son muchas y grandes.
Vivir en la ocupación permanente es ver cómo pasan los días con demasiadas repeticiones, sin darnos cuenta de que crecen nuestros hijos y desaparecen nuestros vecinos más queridos, al tiempo que muchos amaneceres, siempre irrepetibles, se quedaron en la hermosura de la adolescencia. Lo que pagamos más caro es la pérdida de nuestro tiempo finito.
Los ocupados se dan, nos damos, cuenta de dónde están los amigos en las situaciones importantes, que, a menudo, no tienen que ver con lo cotidiano, aunque en ocasiones descubrimos que no nos hemos equivocado con algunas decisiones, lo cual nos da fuerza para seguir adelante equiparando y advirtiendo lo que merece la pena verdaderamente.
Dice un aserto popular que atribuyen a pueblos muy menesterosos que si uno trabaja demasiado no tiene tiempo de ganar dinero, y tampoco de aprender, diríamos, ni de disfrutar, ni de compartir, ni de ser persona. Mucho trabajo supone experiencia, así como contribuir al bien societario, pero también es distanciarnos de la realidad diaria, que abandonamos en el exceso. La virtud, no lo olvidemos, se encuentra en el término medio.
Sensaciones dispares
Esta vida de competiciones contradictorias está colmatada de sensaciones dispares, a menudo bloqueadas entre sí, que tienen que ver con carencias y crecidas de más. Todo lo obsesivo, hasta en la búsqueda de lo bueno, del beneficio, de la perfección incluso, nos hace tambalearnos, y eso no es jamás lo aconsejable, pues se pierden las bases que deberíamos defender en la plenitud vital por la que tanto bregamos.
Ante los ocupados, de los sumamente ocupados, hemos de aprender, y, si los queremos, hemos decirles que sólo les quedan dos opciones: o perder faena o perder a sus amigos, pues, si no cambian, nos acabarán contaminando con un proceder que, por embriagador, nos ha llevado a la profunda crisis de valores que soportamos. Muchas cuestiones señeras no se han contando y, por ende, no se han valorado por estar demasiado implicados, por la sobreabundante ocupación, y así nos espera un destino que gesta ruina y soledad. Como vemos, la aplicación excesiva genera los efectos contrarios a los pensados. Y tanto.