Año de nieves, año de bienes
Mi padre llegó al pueblo como una bala perdida al acabar la guerra. Era una semilla llevada por el viento, y así fue encadenándolas todas seguidas, las mujeres, una detrás de otra, de Feria en Feria, porque él tenía una yegua, la yegüina, y otros sólo tenían burros y todos eran muy dados a las Ferias donde se cambiaba y se vendía el ganado después de peinarlo.
El pueblo se llamaba, y se llama todavía, Villaverde de Arcayos y apenas sale en los mapas. Villaverdes hay muchos a lo largo de la provincia de León, pero no todos están cercados por el río Cea, a lo mejor por eso él cayó en éste. La yegüina imponía, por eso las llevaba a todas de calle sin decidirse por ninguna. Esto no lo digo yo, que a mí me lo contaron.
Su reputación creció al dejar a mi madre embarazada porque, si bien esto ocurriría después de casados, era sabido que los hombres, “en cuanto le hacen una barriga a la mujer, no duermen más con ella”.
No creo que mi padre tuviera mucho interés en engendrar hijos, dado que él era ya padre por partida doble.
Si a mi madre le hubieran dicho que algún día iba se iba a casar con aquel hombre, se hubiera reído tanto como si le hubieran anunciado que llegaría a los 96 años. Pero así ha sido y eso ya no hay quien lo mueva. Nicolás y Fidela juntos ya para siempre. Muerto ya él, no habrá quien los separe. “Yo sólo le he querido a él”, me ha repetido varias veces ella. Como para no creerla.
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A los 52 años perdió Fidela un ojo y no sentí por ella la menor compasión. Sólo mucho más tarde, creo que al cumplir yo esa misma edad, empezaron a dolerme sus dolores y a sentir como mías las desgracias que sucedieron a esta pérdida tan terrible del ojo. O sea, que a querer sí se aprende. Antes no tenía tiempo.
Nicolás tenía treinta años al acabar la guerra y había estado en Larache y en Teruel. Los que conocen la historia de España saben lo que significan estos dos lugares. Fidela tenía dieciséis años y el de la yegüina se le había aparecido por primera vez una tarde en la cocina de una casa bien de Villamartín de Don Sancho, donde ella servía de criada en casa del secretario del ayuntamiento. Este pueblo, a pesar de estar distante del nuestro apenas una legua, tenía por medio el monte de La Cotica, por entonces plagado de lobos. A la yegüina se le erizaban las crines con solo olfatearlos.
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Mi padre llegó a la casa del secretario cuando aún era de día, por precaución, y lo primero que hizo al descabalgar fue anunciar que se casaba en tres días, era un dos de marzo y la boda sería el cinco. Necesitaba tal documento extendido por el secretario. Venía de la Feria de Gradefes, donde había vendido un ternero a fin de completar el agasajo del banquete: para los hombres, puros y cognacs; mistelas y anises para las mujeres. Lo más sustancial se haría a base de los corderos del rebaño propio.
De repente mi padre se fijó en la criadilla y reconociéndola como del pueblo, le dijo algo tonto pero que ambos recordarían más tarde al hilo de los acontecimientos: “Tu padre y tu madre estaban también en Gradefes, eh, chiquita?”, insistiendo al paso porque ella no debía de levantar los ojos del fregadero. En esta casa obligaban a mi madre a meterse debajo de las camas para limpiar bien los suelos, y donde no llegaba, la empujaba “la secretaria” para que llegara. El dolor en el costado derecho por estos empellones le acompañará toda la vida.
Lo bueno de la suerte de mi padre era que, al casarse, todas las posesiones de la mujer pasaban al marido: casa, rebaño, tierras, motivo por el cual podía él, flamante novio, disponer de ellas a voluntad sin que nadie fuera a objetarle ni por asomo.
Naturalmente esta vez no se casaba con mi madre sino con otra mujer llamada Casilda en cuyo camino le había puesto una vieja llamada Juliana, tal como ella misma le confesaría a mi madre muchos años más tarde con estas exactas palabras delante de mí, criatura que apenas balbuceaba: “A tu Nicolás le puse yo en camino de La Otra. Fue un día en el campo que le vi allí pasmado, mirando para arriba, y le digo ¿pero tú qué pasa, que te quieres casar y que no encuentras con quién? Pues ahí tienes una bien buena con todo: casa, cuadra, rebaño, y es ella sola con su padre, que ya todos los hermanos se han casado. Y me hizo caso, y así fue.”
Estas viejas casamenteras cumplían, como los estrelleros de Samarcanda cuando ponían en contacto a los reyes con su amada, por las estrellas, la función especialísima de sembrar en el corazón y la fantasía de los jóvenes casaderos, una ilusión de algo en principio muy pequeño, como una broma o un grano de mostaza, pero que, al germinar, iba a agrandarse hasta acabar apoderándose de ellos y convirtiéndose en boda.
Algo así pienso que puede ocurrir con los matrimonios concertados. Entonces las cosas eran para toda la vida, y si se rompían, se arreglaban.
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Fidela tenía ya veintiséis años y seguía soltera. Había tenido muchos bailadores, que era el sinónimo de novios, pues entonces se bailaba mucho en las fiestas de los pueblos, con orquesta, y cuando un bailarín pasaba con una moza una tarde entera bailando, es que ya eran novios. Ninguno de ellos había cuajado lo suficiente porque ella era exigente y pobre, eran muchos hermanos a repartir lo poco que había, y entonces se buscaba a la hija única para juntar los capitales y hacer algo más grande con lo que vivir sin agonías. Muy bien aconsejados, a la hora de la verdad los bailarines se acogían a lo seguro, ajenos a toda idea de romanticismo.
Mi madre había sido pastora antes de colocarse de criada con dieciséis años. Sabía arar las viñas, ordeñar vacas y cabras, tejer, cortar y coser vestidos para ambos sexos, conocía los secretos de preparar los productos de la matanza que habían de durar, guardados en un arca, todo el año. Y ya era una moza vieja con veintiséis años cuando, en unión de otras mujeres mayores, fue a darle el pésame a Nicolás, quien se había quedado viudo con dos niños muy pequeños. Ya podéis adivinar que estos dos niños son mis hermanos mayores.
La casamentera fue esta vez la Tía Manuela, hermana de mi abuela materna quien, al salir del velorio, le susurra a mi madre lo siguiente, punto por punto: “El viudo no te ha quitado ojo. Si todavía quieres casarte, ya tienes con quien”.
La comitiva de mujeres se alejaba entre murmullos, y al llegar al final de la calle bordeando los corrales de la casa que más tarde sería la nuestra, volvieron la cabeza: el viudo seguía en la puerta con cara de carnero degollao. “No te quita ojo”, repitió la tía Manuela a mi madre con instinto de zahorí.
No hubo noviazgo. Todo se fraguó a partir de un permiso que mi padre solicitó a través de Tío Ángel, el marido de Manuela, para visitar a mi madre en casa de mi abuelo. Hubo pocas palabras: “¿Tú te quieres casar conmigo?” “Sí, dijo ella, pero hasta el día de la boda, tú en tu casa y yo en la mía”.
Fueron a Sahagún para comprar el ajuar acompañados de mi abuela y las dos mujeres vieron, como cosa inaudita, cómo a mi padre le chorreaba la barbilla con la grasa del cordero asado que comieron con ansia en casa de La Brígida. Era legendaria esta mujer asando corderos.
Se casaron un 26 de marzo casi en la intimidad porque la viudedad reciente de mi padre así lo aconsejaba. Siempre le han reprochado las familias de La Otra, no así sus dos niños, que no esperara más tiempo, pero mi madre se lo había dejado claro al darle el sí de pecho: “Hasta el día de la boda, tú en tu casa y yo en la mía”. O sea, que tenía prisa, no sea que se le escapara, y esto ha dado pie a muchas murmuraciones.
El 28, dos días después de la boda, amaneció con una gran nevada. Habiendo pasado ambos la noche en casa de Tía Manuela –por respeto a los niños, a los que cuidaba una nodriza; por aprensión también ante la muerte reciente de La Otra- y mi padre se levantó temprano para ir a atender a las vacas. Mi madre desde la ventana vio cómo se hundía en la nieve reciente hasta la rodilla, “año de nieves, año de bienes”, pero tranquilos, que aún no me habían engendrado a mí que tardaría por lo menos dos años más en nacer.
A mí seguirían otros cuatro, con lo que el refrán se cumplió: por entonces era sabido que un niño viene con un pan debajo del brazo.
Dicen que la ignorancia es lo más atrevido del mundo y vosotras sois el mejor ejemplo.
Siendo sobrinas de la autora, es algo obvio que no habéis vivido los acontecimientos que se narran en el texto, es por ello que lo único que os resta es informaros sobre los mismos.
Hay familias que son como piñas…¿os consideráis como tal?, indagad por vosotras mismas.
Esto de prohibir escribir a alguien lo que le nace, en orden a no sé qué derechos, tiene mucha gracia porque uno si quiere hablar de sí mismo, no puede hacerlo sin mencionar a los personajes que jalonan su historia personal, sobre todo si han tenido en ella un papel tan determinante como los de este relato.
Querida Nunci, has escrito un texto precioso. Me encanta. Pensaba que era solo un fragmento y que la narración contínuaba al menos hasta que nacieras tu. Tienes mucho talento. Te felicito y te animo a que escribas más. Un abrazo.
Encantadora historia, con todo el sabor y los detalles más entrañables de la España rural. Enhorabuena, Nunci.
Querida Nunci, me llega al alma este relato de lo que podría ser una de aquellas historias de amor de posguerra, tejida de necesidades y secretos, escrita con realista desenfado , pero de la que emana gran ternura y respeto hacia una mujer luchadora y constante, una leal admiración por la gran mujer que tienes el privilegio de tener como madre….felicidades a las dos!!
Me ha seducido por completo esta historia sencilla de posguerra que sabe sacar poesía a las dificultades de una vida hecha de necesidades y muchos sueños, sin amor aparente pero con mucho amor.
Ya me gustaría tener quien escriba tan amorosamente la historia de mi madre. Saludos
Interesante y colorida historia, mi Estimada Nunci… salpicada, por demás, con vericuetos propios de la vida que bien caben a una narrativa de más amplitud, tipo novela, o texto dramático, o hasta un guión. Abrazo tu talento para la escritura, lo fresco de tu pluma, y esa sapiencia que con honestidad he admirado desde que nos tropezamos en el camino. ¡Dichas para esa Madre casi centenaria, y para ti!
A mi recién conocida tía Nunci..
Siempre oí hablar de que yo tenía por ahí una tía estudiada y escritora..
Nunca imaginé que la primera lectura sobre ti fuera este artículo familiar «tan revelador».
Como en casi todo,de esta historia podría haber muchas versiones.La nuestra,queda para nosotros.
Dicen los expertos que el modo en que se viven los primeros años de vida son cruciales en el modelaje de ese adulto en el que nos convertiremos.Por eso yo le agradezco a la vida que mi padre,aquel niño que perdió a su madre con solo 6 años,pudiera conocer lo que era el calor y el amor de un hogar aunque por poco tiempo.Aquel matrimonio de conveniencia y aquella mujer aportaron algo más que una buena dote.
Y para aquellos dos niños que mencionas y dices tus hermanos..otra madre era mejor que nada,o quien sabe…igual nada hubiera sido mejor que otra madre. Quiero pensar que todos lo hicieron lo mejor que pudieron.
Por suerte mi abuela Casilda dejaba tras ella una extensa familia en la que estos niños se sintieron acogidos y queridos.Hay familias que son como piñas.Y la nuestra,lo es.
Espero que este regalo a alguien le haya valido la pena.De seguro,a esos dos hermanos tuyos que mencionas y a todos los suyos no.Intuyo que tú y yo que no compartimos el mismo concepto «padre,madre ni hermano».Lo mismo este artículo forma parte de alguna terapia.
En cuanto a lo que hablas del abuelo, puedo decir y en primera persona ,que el hombre que yo conocí parecía estar atado en corto.Todavía hoy en día son muchos los hombres que no llevan los pantalones en casa.Me da cierta alegría pensar que al menos hubo un tiempo en que disfrutó de una vida de don Juan a lomos de aquella yegüina.
Espero que los relatos de esta historia que la vida nos ha obligado a compartir terminen aquí ,al menos en lo que se refiere a los míos,a aquellos por los que corre esa sangre que tú y yo no compartimos.
Y esto lo escribe alguien con derechos. Garmona como mi padre, Garmona como mi abuela.
Pilar.
A mi recién conocida tía Nunci, Choni o como guste que la llamen:
Acabo de leer el artículo dedicado a tu madre que acaba de cumplir 96 años. Curioso regalo el que le has hecho…
Cuando alguien habla de un padre así (sea cierto o no lo que cuenta) da mucho que pensar…Supongo que consideras estar en tu derecho de manchar su memoria por ser su hija…No sé…en el mundo en el que yo vivo y para el que me han educado, las cosas por suerte no funcionan así. Tu historia te califica por sí sola.
Lo que sí tengo claro es que no tienes ningún derecho a hablar de mi abuela Casilda…En este caso la sangre no te lo da, incluso hasta la ley te lo quita.
Alguien que habla así de sus muertos no merece ningún respeto.
Y esto lo escribe alguien con derechos…Garmona como mi padre, Garmona como mi abuela…
Raquel