Isabel Hernández Madrigal
Iba paseando por la calle y la vi. Estaba ahí tirada, en medio de la acera, una cáscara de plátano amarilla con pintitas marrones, abierta como una estrella de mar de cuatro brazos. Pasé a su lado y me quedé mirándola y especulé con que algún gracioso la había colocado allí a propósito, “hay gente para todo, me dije”.
Como un buen ciudadano, pensé en agacharme, cogerla y depositarla en la papelera más próxima, pero me pareció asquerosa y como que no era cosa mía, así que dejé que los barrenderos de la calle hicieran su trabajo y la dejé sin más tras de mí.
Caminé unos metros hasta encontrar un banco en que sentarme a tomar el sol. Coloqué hacia atrás mi visera roja. Cerré los ojos unos instantes y sentí el calor del sol en la cara. El sonido del timbre de una bici que pasó casi rozándome la cabeza me hizo abrir los ojos bruscamente. La cáscara de plátano seguía ahí, en el suelo, en medio de la acera, en el mismo lugar de hacía un momento. La gente pasaba a su lado como si no la vieran, como si no les importara que estuviera allí, casi como si no existiera. Caminaban ligeros, sin duda tenían prisa, más prisa que yo, que me había sentado en un banco tranquilamente a tomar el sol esta mañana.
Miraba a la gente pasar al lado de la cáscara de plátano cuando “Ella” apareció a lo lejos. “Eso no es una mujer, me dije, es un sueño, es un anuncio de televisión, es el frescor salvaje del caribe, la mujer del desodorante Fa caminando a mi encuentro”. Sin saber por qué todo mi cuerpo se estremeció, quizás fuera el movimiento ascendente y descendente de su melena rubia al caminar, o tal vez su pronunciado escote que ya se veía de lejos, quizás la falda ajustándose y marcando sus muslos, o sus piernas de equilibrista encima de unos zapatos de tigresa, o quizás el balanceo de su bolsito de Chanel, lo que hizo que irremediablemente perdiera la cabeza, pero lo cierto es que me quedé embelesado mirando ese modelo de mujer que nunca pensé que existiera realmente.
Se detuvo en el escaparate de Armani. Se acarició la melena echándola hacia atrás, sacó el teléfono móvil del bolso y se puso a hablar con alguien. De pronto, se dio media vuelta y reemprendió su camino. La diosa del universo, la Gilda de mi vida caminaba hacia mí y yo me perdía en el movimiento ondulante de sus caderas. Si no hubiera estado despierto no hubiera podido pellizcarme para darme cuenta de que no estaba soñando, así que para comprobar que lo que mis ojos veían era real, y que entre mi musa y yo solo había una cáscara de plátano, me tiré un buen pellizco en la pierna derecha y me dolió, me dolió tanto que abrí bien los ojos y me deleité con la imagen de Venus saliendo de la concha y caminando a mi encuentro.
Era uno de esos momentos en que deseas profundamente que el tiempo se detenga, esos momentos en que te gustaría que la vida fuera una película rodada a cámara lenta en la que el objetivo se detiene en una imagen y la sigue, donde quiera que vaya. Mis ojos eran el objetivo y mi cerebro la cámara que iba almacenando imágenes para después montar la película y al igual que un objetivo, mis ojos se quedaron fijos en esa mujer que busca a Yack desesperadamente y la recorrieron de arriba abajo, con lentitud, y con una precisión que aumentaba a medida que se acercaba a mí. Colgó el teléfono y abrió su pequeño bolso de Chanel para guardarlo. Después bajó los brazos y caminó con paso marcial balanceando el bolso que llevaba en la mano izquierda.
Según se iba acercando pude divisar su cintura de Afrodita y las pulseras que adornaban los brazos. Sus ojos azules ocultaron el cielo y desde el momento que los vi no hubo otro cielo en mi vida al que mirar con mas deseo. Cada detalle de esa musa que venía a mi encuentro, quedaba grabado en mi cabeza: los botones de la blusa, el lunar del cuello, los dientes de anuncio de Signal, los anillos de sus dedos, las medias de rejilla, los tobillos de bailarina y los zapatos de tigresa pisando con firmeza la cáscara de plátano amarilla con pintitas marrones de la acera.
Quise levantarme del banco en el que estaba sentado y correr hacia la imagen tambaleante de mi actriz particular. Quise alargar mis brazos y recoger la escultural figura que grababa en mi cabeza. Quise ser el director de la película y gritar “corten” antes de que mi protagonista llegara al suelo. Pero no pude. No pude porque mis ojos estaban grabando. No pude porque la película iba a cámara lenta y porque mis torpes movimientos de atleta no entrenado, se quedaron en un impulso que no fue suficiente para levantarme del banco y ser el galán que cambia la historia. A falta de un acto más heroico que me hubiese llevado sin duda a los pies de mi actriz protagonista, me quedé sentado en el banco y continué grabando la película.
La mujer de mis sueños, apenas dos metros lejos de mí, dio un pequeño grito, al tiempo que su pié izquierdo resbalaba encima de la cáscara de plátano. El brazo izquierdo, lanzado hacia arriba como una bala por el impulso de la caída, hizo que el bolso de Chanel saliera disparado como un cohete. La pierna derecha, abierta hacia atrás y sujeta por la estrecha falda de tubo, crujió como si un hacha la hubiese partido. La ondeante melena rubia colgó hacia atrás separándose de la espalda y moviéndose libre hasta llegar al suelo en el que, finalmente, golpeó la cabeza.
Rápidamente toda la gente que pasaba, ajena a la cáscara de plátano, se acercó a auxiliar a la Venus de mis sueños, que tendida en el suelo, se había convertido de repente en mortal. Sin embargo, mientras tanto, yo no pude dejar de grabar en mi cabeza ni un solo momento, así que para ponerle un punto final a la película que titulé “Caída de una diosa”, levanté los ojos hacia el bolso de Chanel que descendía en círculos desde el cielo, dejando que una lluvia de pintalabios, lápices de ojos, polvera, pañuelos, rímel, teléfono móvil, monedero, sombras y caramelos, cayera sobre la acera.
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Relatos de Isabel Hernández Madrigal