La oración le lleva a ese cielo que le aguarda, y que él prefiere no ver hoy. Canta en silencio con sonidos de ancestros que repitieron plegarias con las que neutralizar el destino.
Mira cara a cara a sus iconos, que le recuerdan pasiones y amores, algunos lastrados por el dolor. Hay pena, desazón, también esperanza. La fe mueve en él montañas. Los deseos no se escuchan, pero, indudablemente, salen de su corazón.
Reza por los que se fueron, por lo que se irán, por lo que sucederá, por él. Tiene mucho amor dentro: cree en la caridad y en la misericordia. Eso le hace humano. Está en un trance complejo, y lo acepta. Es voluntario. Duele: lo asume.
Rememora los años pasados, sus ilusiones, lo que le trajo hasta aquí. No es la primera vez que piensa en todo ello. No será la última que ore por sí mismo y por el futuro, donde todos los que quiere han de estar junto a él.
Se produce nerviosismo. Se aproxima la hora. Sigue rezando, ya a modo de conclusión y afán. Ha sido breve, el momento, pero intenso. Aunque reiterado, es nuevo, ese instante de encuentro con el Sueño, con la Vida, con la Muerte, con el Dios de sus padres, con Él. Hace un signo de retirada al tiempo que se levanta, y se dirige hacia ese segundo que todo lo es. Por eso ha pedido tanto. Y yo.