Juan de Dios Ramírez-Heredia[1]
Sucede periódicamente. Cada vez que se ejecuta a alguien en las cárceles de los Estados Unidos principalmente, así como en Arabia Saudita, China, Egipto o Corea del Norte, los medios llevan la noticia a primera plana y en las redes de Internet alcanzan el trending topic como tendencia informativa que se instala en la cumbre de lo que es noticia en un momento determinado.
El caso de Pablo Ibar es paradigmático. Ha sido juzgado cuatro veces desde que fue acusado de cometer tres asesinatos en Florida en el año 1994. En todos ellos ha sido declarado culpable, aunque la pena de muerte se la impuso un tribunal en el año 2000. Lleva, pues, veinticinco años en la cárcel y dieciséis en el corredor de la muerte. Pero por fin la batalla contra la pena de muerte que pesaba sobre él ha sido ganada cuando un tribunal de Fort Lauderdale, una ciudad que está al norte de Miami, lo ha condenado a cadena perpetua.
Pablo Ibar podrá seguir respirando, cosa que no podrán hacer los 2721 presos que están en el corredor de la muerte en los Estados Unidos de los cuales 354 lo están precisamente en Florida.
La pena de muerte fuera de la Constitución española
Viví con gran intensidad los debates parlamentarios relacionados con la pena de muerte. Quienes tuvimos el privilegio de participar en ellos recordamos aquellos primeros días como un sueño a veces y como una pesadilla en otras. El 12 de enero de 1978 don Gregorio Peces Barba presentó en nombre del PSOE una proposición de Ley para abolir la pena de muerte, iniciativa parlamentaria que fue derrotada porque a juicio del Gobierno de entonces ―que tampoco era partidario de la pena de muerte, que todo hay que decirlo― la fórmula ofrecida por el Partido Socialista “no era la mejor fórmula técnica”.
A este propósito recuerdo un momento de especial dramatismo que se vivió en una de las reuniones del Grupo Parlamentario del partido del Gobierno cuando se discutía sobre si la Constitución debía declarar anulada dicha pena de muerte. Las intervenciones a favor y en contra fueron numerosas y muy encendidas. Algunas de ellas me atrevería a denominarlas como dramáticas. Y era lógico. Estábamos redactando una Constitución rompedora que pretendía establecer en nuestro país no solo un régimen democrático avanzado, sino que quería romper definitivamente con muchos años de dictadura donde la pena de muerte se ejecutó 126 veces. Catorce personas fueron fusiladas y a 126 se les quitó la vida mediante el “garrote vil”. Las últimas ejecuciones en nuestro país fueron el 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de la muerte en su cama del dictador. Los ajusticiados fueron dos miembros de ETA y tres del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP). Los cinco fueron fusilados.
Pero el deseo de reconciliación que a la mayoría de los constituyentes nos animaba se veía cruelmente zarandeado por el comportamiento criminal de la banda terrorista ETA. Tras la muerte de Franco los terroristas asesinaron a diecinueve personas y en los años 1977 y 1978, es decir, mientras redactábamos la Constitución, acabaron con la vida de 76 servidores públicos, la mayoría de los cuales eran agentes de la Guardia Civil, policías Nacionales o funcionarios destinados a prestar sus servicios en el País Vasco.
En ese clima hay que reconocer que era sumamente difícil defender el derecho a la vida cuando para otros asesinos la vida era un bien inferior al de sus fanatismos. En más de una ocasión, mientras estaba reunida la Comisión Parlamentaria encargada de elaborar el borrador sobre el que luego debíamos manifestarnos el resto de los Diputados, el presidente de la Comisión Constitucional, don Emilio Attard Alonso, ilustre profesor universitario valenciano, debía con gran consternación, anunciar a los presentes el último asesinato de ETA cometido unas horas antes.
Nuestra Constitución se debería denominar “La Milagrosa”
Y creo que no exagero. El panorama humano que ofrecía la Cámara Baja tras las elecciones de junio de 1977 sería de una policromía muy difícil de plasmar en un lienzo. Bastantes de los nuevos Diputados debieron guardar en un cajón de sus casas el título de “Procurador en Cortes” con que el fueron distinguidos tras la promulgación de la Ley Constitutiva de las Cortes que Franco impulsó el 17 de julio de 1942. Otros aún lucían la camisa azul de Falange, aunque disimulada bajo la chaqueta. Y en frente los rojos. Con Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri la Pasionaria, Ignacio Gallego, Rafael Alberti, Simón Sánchez Montero, Ramón Tamames…
Y entre conservadores y comunistas un numeroso grupo de socialistas, y otros no inscritos, que queríamos construir una sociedad donde los poderosos no fueran los dueños de todo (“dueños de vidas y haciendas”, como se decía en la Edad Media, donde los señores feudales lo tenían todo y a la gleba no les quedaba más que el derecho al pataleo).
Recuerdo, como si lo estuviera viviendo, que un día me infiltré en una sala del Congreso de los Diputados donde un numeroso grupo de parlamentarios se habían autoconvocado para tratar de los temas más controvertidos que debía abordar la Constitución. El contraste de pareceres fue muy enriquecedor hasta que se abordó el artículo donde se tenía que fijar la posición constitucional sobre la pena de muerte. En ese tema no cabían posturas intermedias. Me parece como si estuviera viendo a un Diputado, ya mayor, que evocó a Franco defendiendo que el dictador incorporara al Código Penal, en 1938, la pena de muerte porque estaba convencido de que un Estado donde no existiera ese castigo no podía funcionar adecuadamente.
Sostengo que nuestra Constitución debería llamarse “La Milagrosa” porque díganme ustedes si no hacía falta un verdadero milagro para que un Diputado, gracias a Dios hoy todavía vivo, defensor a ultranza de la pena máxima, terminara votando favorablemente el artículo 15 que la deroga. Este señor se refirió en su discurso a los crímenes de ETA contra modestos funcionarios policiales. Puso de relieve la imagen de tantos niños huérfanos que habían sido condenados a vivir sin padres. Ensalzó a las madres españolas a las que habían arrebatado a sus hijos por servir a la patria y, sobre todo, hizo un esfuerzo gesticular para decirnos compungidamente, como tantas mujeres jóvenes, novias y recién casadas habían quedado condenadas a vivir solas el resto de sus vidas.
No diré que algunos estábamos a punto de llorar imaginando ese relato que, por otra parte, describía una realidad. Pero el golpe fatal lo recibimos cuando el orador, sabiendo que nos tenía “acongojados” se soltó el siguiente speech que, aunque en su formulación sea producto de mi imaginación, en el fondo responde a la más absoluta realidad de los hechos.
― Señores Diputados, señoras diputadas: Cuando la policía pone en manos de un juez al asesino que ha dado muerte a un niño, su culpa no puede ser perdonada ni siquiera por el padre de la criatura. Cuando un maldito criminal entra en nuestra casa para robarnos y se enfrenta con nuestra madre y la mata, su destino no puede depender de la voluntad de un juez. Cuando un terrorista pone una bomba en un sitio público y caen muertos y heridos un número considerable de personas inocentes, solo cabe para él la pena de muerte.
En ese momento algunos de los presentes manifestamos nuestra disconformidad con semejante planteamiento. Se oyeron razonamientos acalorados de todo tipo. Desde los que afirmaban que la vida es un don de Dios y que solo Dios puede disponer de ella, hasta los más enjundiosos magníficamente expuestos por juristas de primera línea.
Pero faltaba la traca final que se produjo cuando el mismo defensor dijo:
― Señoras y señores: para esos asesinos convictos la última música que deben oír en sus vidas es la que produce la hoja triangular de la guillotina al cortar el viento mientras baja veloz por el armazón que la conduce al cuello del malhechor.
El alboroto adquirió dimensiones considerables. Alguien incluso soltó un gordo insulto contra el interviniente, pero los pocos que quedábamos en la reunión optamos por levantarnos y marcharnos en un gesto de abierta disconformidad con lo que allí se estaba diciendo.
Finalmente, déjenme formular un emocionado homenaje a quien fue uno de los ministros más fructíferos de la nueva democracia: Francisco Fernández Ordoñez. (Fue ministro de Hacienda y a él se debe la Ley de la Reforma Fiscal de 1977. Fue luego ministro de Justicia y con él llegó a España la Ley del Divorcio y la Ley del Derecho de Familia. Y como ministro de Asuntos Exteriores condujo la época más brillante y protagonista de la diplomacia española en el mundo)
Y digo lo anterior porque cuando abandonamos aquella reunión yo lo hice junto al ministro Fernández Ordoñez, quien estaba indignado. Recuerdo que, entre otras cosas, me dijo:
― ¿Tú crees, Juan de Dios, ¿que con tipos como ese se puede redactar una Constitución?
― Pues sí, ministro, ―le diría yo hoy si siguiera vivo― Por eso a la Constitución de 1978 se le debería llamar “La Milagrosa”
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Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista. Presidente de Unión Romaní