En los núcleos urbanos contemporáneos apenas quedan ya reductos de silencio como los que en otras épocas gozaban los habitantes de villas y ciudades. El silencio es ahora un bien escaso, valorado, difícil de encontrar, buscado por quienes necesitan de espacios para la creación, la reflexión y la tranquilidad.
Es en algunas ciudades de provincias donde aún es posible encontrar algunos de estos receptáculos de silencio.
En “Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días” (Acantilado), el historiador francés y profesor de la Universidad de la Sorbona Alain Corbin se ha dedicado a estudiar cuál ha sido el papel del silencio a lo largo de los últimos siglos. Lo hace a través de grandes obras de la literatura y la filosofía, de la pintura y del cine (mudo pero también sonoro), en las que el silencio es un protagonista destacado.
De la oración religiosa al minuto de silencio
Tradicionalmente, los reductos del silencio han sido las iglesias y las catedrales. En general, los centros donde se establecen prácticas religiosas, ya sean del cristianismo, el hinduismo, el budismo o el taoísmo.
Durante los siglos XVI y XVII el silencio era el requisito imprescindible para toda relación con Dios. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola establecieron las reglas de la relación del silencio con Dios con expresiones como “la música callada”, “la soledad sonora” o “la noche oscura”, con el fin de captar mejor a Dios a través de “los oídos del alma”, que los cartujos y algunas órdenes monásticas llevaron a su máxima expresión.
Aunque Kirkegaard afirme que Dios habla cuando calla, Corbin trata también aquí de “el silencio de Dios”, ese silencio que desata reproches ante las muertes, las catástrofes y las enfermedades, que cuestiona la fe y pone en duda Su misma existencia.
Fuera del dominio religioso o en sus márgenes, las bibliotecas, las cárceles, los hospitales, la casa (y dentro de ella la habitación como espacio íntimo por excelencia) han sido tradicionalmente los lugares donde el silencio se ha establecido unas veces como costumbre y otras como exigencia. A ellos se han unido instancias como las filas del ejército, en las que el silencio es un ritual, o las escuelas, donde se concibe como señal de respeto al maestro y requisito para la atención. También en las ruinas abandonadas, porque facilita la inmersión en el pasado que sobrevive a través de ellas. Recientemente se han unido otras formas de expresión: el “minuto de silencio” como homenaje o “la ley del silencio” que obliga a guardar un secreto.
La naturaleza, asegura Alain Corbin, es uno de los mayores receptáculos de silencios. El autor destaca los escritos de Leconte de Lisle, quien ha reflejado en sus obras el silencio refulgente de los cielos, y de Mallarmé, quien ha destacado en algunas de las suyas el techo silencioso que forja la niebla. Saint-Exupéry dice que en el desierto reina un profundo silencio de casa ordenada, el mismo silencio, el del desierto, que para Chateaubriand es signo de la presencia infalible de Dios. Georges Rodenbach y Zola hablan del silencio de la nieve. Michelet destaca el silencio con que actúa la erosión. Chateaubriand, Victor Hugo, Walt Whitman y Gaston Bachelard recrean en algunas de sus novelas y poesías el silencio de la noche. Para Robert Walser el silencio del bosque es “un alma humana feliz”. Y Sully Proudhomme llega a afirmar que en el silencio de los bosques “se siente errar el alma del ruido”. Pero el escritor que más ha introducido en sus obras el silencio de la naturaleza es Henry David Thoreau, quien afirma que el sonido de los bosques es casi igual que el silencio. Para Thoreau sólo el silencio es digno de ser oído.
En el arte, el silencio es uno de los elementos más representados. Para Max Picard la misma imagen es “silencio que habla”. En otras épocas los espectadores dirigían a los cuadros una mirada de fervor, distinta a la mirada estética de los espectadores contemporáneos. Entre las obras que expresan e incitan a guardar silencio, se tratan aquí el “Cristo resucitado” de Piero della Francesca, “La Virgen de las rocas” de Leonardo da Vinci, “El caminante sobre el mar de nubes” de Caspar David Friedrich, “El Angelus” de Millet, “El nacimiento de Venus” de Bouguereau, “La isla de los muertos” de Arnold Böcklin, “El imperio de las luces” de Magritte… y toda la pintura de Rembrandt, que es, según el autor, una pintura del silencio.
A lo largo de las páginas de este libro se habla también del silencio en las relaciones amorosas y eróticas, donde hay más silencio que palabra (“los ojos de los enamorados dicen en silencio las únicas palabras que importan”. Baldassare Castiglione). Para Maeterlinck “lo que recordarás sobre todo de un ser al que has amado profundamente no son las palabras que ha dicho o los gestos que ha hecho sino los silencios que habéis vivido juntos”. Aunque el silencio también puede ser la manifestación de un amor que se ha apagado.
Como colofón, Alain Corbin termina con el que considera el más contundente y trágico de los silencios: “el que reinará cuando la Tierra esté muerta, cuando se consuma su disolución en el silencio, el día en que todo callará”.