Roberto Cataldi¹
Vivimos una pandemia que no se limita a ser solo una infección viral respiratoria como algunos reduccionistas creen, es mucho más. Una pandemia instalada en medio de una agenda cuyo manejo por momentos es esquizofrénico.
Todavía hay personal de salud en la primera línea que no fue vacunado, mientras el adjetivo «esencial» se usa como comodín, al margen de la moral y la ética. Estamos rodeados de expertos, analistas y especialistas que tratan de explicar la realidad que ellos ven, o creen interpretar, pero no lo que realmente le sucede al ser humano.
Como médico sé perfectamente, porque lo he vivido, que la falta de sueño y el trabajo excesivo incrementan los errores, y ningún médico quiere equivocarse. Además, nadie habla del mayor riesgo que tenemos los médicos de sufrir infartos cardíacos, ictus, depresiones, entre otros males, como consecuencia del stress al que vivimos sometidos.
Soy consciente que en numerosas oportunidades mi trabajo con los enfermos me restó tiempo en mi tarea de padre. Por eso entiendo a mis colegas. Qué decir de esas doctoras que son madres, que salen muy temprano de su casa para tomar la guardia y a veces pasan días sin ver a sus hijos, comunicándose a través del celular y prometiéndoles ese tiempo que reclaman los niños. Sé de algunas que hasta han tenido que recurrir a algún vecino para que cuide a su hijo y poder concurrir al hospital. En fin, colegas que al cabo de un día de duro trabajo, llegan a su casa extenuadas y deben cocinar, limpiar, ayudar a sus hijos con la tarea escolar. Cuántas veces me han dicho que pese al pluriempleo con el presupuesto no llegan a fin de mes.
A diario me comunico con colegas, ayer alumnos y hoy amigos, que trabajan en el exterior, desde Brasil hasta España y Alemania, desde Eurasia hasta Medio Oriente y oenegés de África, pues tengo varias décadas formando médicos. Y todos me transmiten su agotamiento laboral, así como su temor a ser presa del virus y no poder recuperarse.
Los médicos no somos robots por más que quieran digitalizar todo, más por razones mercantiles que por confort del enfermo, y tampoco somos ángeles. Somos ciudadanos corrientes capacitados en una noble profesión a la que entregamos lo mejor de nosotros, aunque esa disposición vocacional no sea visible ni le interese a los demás.
No quiero incurrir en una elegía corporativa, pues no todos somos iguales, pero muchos han revelado entender y vivir la Medicina con sentido humanitario, dejando la propia vida en la tarea de salvar otras vidas. Son seres anónimos que se fueron antes de tiempo, llevando consigo quizás el misterio secreto de nuestra existencia y sin recibir el agradecimiento que merecían, aunque seguramente serán llorados por sus familiares, recordados por sus compañeros y, tal vez por algún paciente al que le salvaron la vida.
Me dirijo a las médicas y médicos jóvenes que están en la primera línea, como yo lo estuve, pero ahora por la edad me toca la retaguardia ya que mis queridos colegas quieren protegerme, sin embargo atiendo el consultorio, evacuo segundas opiniones, doy clases a los alumnos universitarios y capacito a distancia a los médicos residentes. Como creyente, espero que Dios me conceda la gracia de trabajar hasta el último día.
Al principio de la cuarentena se nos aplaudía y hasta hubo cacerolazos, pero duró poco. Teníamos conocimientos muy limitados del virus, cundía el temor al contagio, y hubo consorcios de edificios que les negaron el acceso a su propia vivienda a médicos que retornaban agotados de sus guardias. Me recordó cuando en la Edad Media los leprosos, castigados por sus pecados, eran expulsados de sus comunidades.
Por otro lado, desde que comenzó la cuarentena hubo en las calles multitudes reclamando diferentes cosas, sin embargo ninguna de ellas reclamó por los derechos de los médicos. ¿Quién cuida a los que cuidan? El tema salarial y el de las deficientes condiciones laborales fue, ha sido y es un clásico. Gremios que estuvieron guardados durante el aislamiento para retornar al trabajo exigieron recomposición salarial y la obtuvieron, no fue así con los médicos.
Un discípulo me decía, acuden a nosotros cuando nos necesitan, pues sin médicos no hay hospitales, atención ambulatoria ni asistencia callejera en la emergencia, y en ese momento somos de importancia vital, insustituibles, nadie que no sea de la profesión puede reemplazarnos, superado el episodio caemos en el olvido.
Un líder del siglo pasado decía que una muerte es una tragedia pero un millón es una estadística. Pues bien, hoy las muertes por el coronavirus se han convertido en frías estadísticas, todos los días nos comunican los números de contagios y fallecidos, al igual que el índice de inflación o la cotización del dólar.
Las estadísticas serias son muy necesarias, pero han naturalizado la pandemia y colaborado en este gélido proceso de deshumanización. En efecto, miles y miles de ciudadanos han muerto en absoluta e indigna soledad, sin poder despedirse de sus seres amados, sin que nadie les sostenga la mano, aunque sí bajo la dolida y compasiva mirada del personal de salud.
Difícilmente los que están en la primera línea aparecerán en los medios narrando su trabajo cotidiano, tampoco asesoran o toman decisiones en materia de salud pública o de ética aplicada a la pandemia, pues, si estuvieran todos los días en los medios no podrían asistir pacientes, desarrollando la experiencia que otros carecen pero que no les impide hablar. En fin, con admiración y afecto les escribo a mis colegas, médicas y médicos que no tienen quién les escriba.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es profesor de Medicina Interna y director de Residencias Médicas, presidente de la Academia Argentina de Ética en Medicina, ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)