Los mercados deciden sobre vidas y patrimonios, felicidades, amores y salubridades
Tengo un amigo que me repite constantemente una obviedad cuando me dice que cada jornada a las 12:00 horas (bueno, luego resulta que es a todas horas) nos dan la situación de las bolsas españolas, europeas y mundiales, y aceptamos, casi como un dogma, que la coyuntura está de un determinado calado, a menudo sin entender nada, para al día siguiente toparnos con una realidad bien distinta, sin que sepamos muy bien el porqué. Me insiste en que hemos sustituido los Dioses del Olimpo griego o de la era que fuere por otros dioses económicos cuyos comportamientos parecen tan caprichosos y arbitrarios como los de aquellos. Sí, sé que hay unas líneas maestras y unas leyes del mercado. Todo eso lo sé, pero imagino que esas normas las conocen más gentes, y, pese a ser conocidas, todo está disparatado, y más y más…
Los mercados empeoran, mejoran, vuelven a empeorar. En ocasiones, la crisis golpea más a unos países que a otros, y luego el ciclo, corto en este caso, de días, los lleva, a los mejor situados, por otros derroteros. Por continentes parece que la globalización fagocita a todos excepto a potencias como China, o emergentes como India o Brasil (lo de emergentes es una forma de hablar). Los vaivenes se suceden sin un orden lógico. Lo cierto es que entendemos poco, al menos yo, pues la impresión captada es que ganan los más fuertes, y eso no deja de ser injusto, por mucha ley natural que haya detrás.
Además, para los que no comprendemos el cosmos financiero, sí parece evidente que la inseguridad que se genera en los mercados con estos trasiegos no es, ni mucho menos, buena para la economía, cada vez más vapuleada y con menos futuro, a pesar de las renuncias, sacrificios y entregas de muchos, de los que menos poseen. Se tercia, por lo tanto, hoy en día, la necesidad de un sustento dinerario que nos aparte de esta locura en la que nos encontramos, porque es así, un poco huérfanos, a la vez que dejados de la mano de los que más poseen, que nos ahogan en sensaciones de dolor, de soledad, y de infamia incluso.
Ha cambiado mucho el cuento desde ese mercado que conocía mi abuela, ése en el que se veían los productos y se les ponía precio. A veces el valor que se daba a bienes o servicios era elevado, y otras más bien se diseñaba escaso, pero siempre había unos aspectos visibles sobre los que maniobrar y tomar decisiones. Ahora no.
Ahora los mercados, los que deciden sobre vidas y patrimonios, sobre felicidades, amores y salubridades, están alejados de la mirada de los sencillos mortales. No contemplamos el origen de sus acciones, las motivaciones por los que se alzan o decaen. No descubrimos al cien por cien sus comportamientos, ni tampoco parecen previsibles. Son, más bien, demonios que devoran a los hijos por los que deberían velar, pues, después de todo, ¿para qué son los mercados, para que debieran ser, si no los entendemos, en su planteamiento específico, como el fundamento del bienestar societario?
Hay algo que han olvidado estos dichosos mercados, y sus supuestos dueños, que se consideran tan dioses como inmortales, y es que no tienen sentido sin todos nosotros, sin los ciudadanos de a pie. Estamos en crisis porque la perspectiva de los valores universales presenta un eje más que trastocado y roto, más que sometido a intereses que no son objetivos comunes.
Los que gobiernan las finanzas piensan que los ciudadanos están para servir sus deseos y para aguantar sus atropellos. Yo creo, no obstante, que existen para procurarnos una dicha que nos fracturan todos los días en forma de desempleo y de carestías en cuestiones básicas. Estimo que no hay otra opción que la de humanizar las cuentas, la economía, todo lo que huela a dinero, o, de lo contrario, en esa búsqueda de ganancias o de supervivencias, no quedará ni siquiera lo más honroso, esto es, nuestros corazones, algo que, por desgracia, ya comenzamos a saber.