Roberto Cataldi¹
Es frecuente ver cómo en debates políticos los que compiten por ganar el favor del electorado se arrojan acusaciones y, no faltan adjetivos calificativos como: «fascista», «comunista», «socialista», «anarquista», «nazi», «estalinista», «populista», «zurdo», «facho», «progre», entre otros.
Adjetivos que hacen referencia a sustantivos que tienen una calificación simple y estereotipada, es decir, una etiqueta. Y claro, cuando a uno injustamente le adjudican una etiqueta no suele ser fácil desprenderse de la misma. Ser calumniado, que le cuelguen un letrero o sambenito, a menudo produce un daño cuyo alcance es insospechado. Estas etiquetas operan como malezas mentales o vegetaciones de la mente, y tienen el peso social de las creencias, los dogmas, las ideologías.
En el pasado acusar a una persona de brujería era algo muy serio ya que podía costarle la vida. La caza de brujas fue recreada en varias oportunidades por el cine a partir de la obra de teatro The Crucible (El Crisol) de Arthur Miller (1953), donde se comparan los episodios de Salem (Estados Unidos, 1692) con la caza de brujas del macartismo en la década de los años cincuenta, donde Miller fue un perseguido.
Los hechos de Salem acontecieron en el Massachussets puritano, donde el fanatismo religioso se entrecruzó con las malas cosechas, la inflación, la inseguridad política de la colonia inglesa, el pánico por la guerra contra Francia y sus aliados indígenas wabanaki, y la decadencia de la devoción religiosa.
Las contorsiones y los gritos de las jóvenes (trastorno de conversión) fueron atribuidos al demonio y, éstas acusaron de brujería a más de doscientas personas de la región, de la cuales en los juicios se determinó que diecinueve murieran en la horca, generando así un clima de persecución ideológica, ajuste de cuentas e histeria colectiva.
Por lo que he leído es interesante consignar que la mayor caza de brujas no fue en la Edad Media sino en la edad Moderna (Siglos quince y dieciocho), donde se habrían ejecutado unas cincuenta mil personas en la horca y no en la hoguera como habitualmente se cree.
Dicen que en los rincones oscuros del alma todos tenemos demonios, y para que nos dejen en paz es necesario sacarlos a la luz, seguramente esto tiene que ver con la liberación emocional que produce la catarsis y que difundió el psicoanálisis.
Los seres humanos no somos santos, mucho menos ángeles, pues, la imperfección está en el ADN de la condición humana. Cualquiera advertirá que, sin necesidad de recurrir a la calumnia o la imputación falsa, no hay estrategia más efectiva para defenestrar a un contrincante o enemigo, sobre todo si se trata de un experto, que invocar su ignorancia en cualquier otra área. Sin embargo, hasta el sabio más reconocido sabe que el tamaño de su ignorancia supera ampliamente el área de sus conocimientos.
En 1931 Albert Einstein fue a ver el estreno de la película «Luces de la ciudad», allí se reunió con Charlie Chaplin y dicen que iniciaron una amistad. Einstein le habría dicho a Chaplin que lo que más admiraba de su arte era que sin decir una palabra el mundo entero lo entendía, pero Charlie le respondió que la gloria de Albert era mayor, ya que el mundo entero lo admiraba sin entender lo que decía.
En el ámbito de la política no es infrecuente el cambio de capilla, la conversión doctrinaria o el travestismo ideológico. La motivación recóndita suele ser alguna ganancia o ventaja. Soy de los que sostienen que en principio los compromisos se cumplen, los pactos se respetan y la palabra empeñada se mantiene en el tiempo. Sin embargo, en ocasiones surgen modificaciones contextuales que aconsejan u obligan a hacer cambios en el discurso y en los hechos, que deben justificarse con sólidos argumentos y no con excusas o pretextos. Algunos antes de cambiar de opinión prefieren cambiar de tema… Cumplir con los principios de ninguna manera implica ignorar las consecuencias. Y la excepción si bien hace a la regla, demanda justificación.
La etiqueta «intelectual» es usada con mucha ligereza. En mi caso esta vocación surgió en la etapa veinteañera, tratando de ejercer la crítica social como secretario de un ateneo de oratoria, asistiendo a un taller de narrativa en la SADE o publicando algún artículo periodístico políticamente incorrecto durante la dictadura.
Hoy como intelectual establezco una diferencia con mi profesión liberal y con la tarea académica, que para muchos produce confusión tal vez por que ignoran el sentido y la misión del intelectual. En efecto, hay quienes califican de «intelectual» al escritor, el filósofo, el académico, quizás el profesional exitoso. Y ninguno de por sí lo es, ya que cultivar las letras, las ciencias o las artes, así como tener gran capacidad intelectual, no es sinónimo de ser intelectual, aunque constituyan un beneficio cultural.
Por otra parte, sin humildad vanidosa, la condición de intelectual no implica una superioridad moral. El intelectual es un analista de la realidad social, comprometido con la verdad de los hechos, dotado de espíritu crítico que le permite descorrer los velos de aquello que permanece oculto, y los expone abiertamente, con independencia, sobre todo del poder, cuya seducción suele ser la ruina de muchos intelectuales.
Es muy difícil que un intelectual auténtico o legítimo no cuestione al poder o no le diga a la sociedad lo que está mal o es incorrecto, aún a sabiendas que esto le restará popularidad o le generará antipatías y críticas. Lo cierto es que ni el poder ni la sociedad están dispuestos a escuchar aquello que les disgusta o cuestiona, aunque sea verdadero y justo. Salvando las distancias, estimo que Goya desde la pintura y Chaplin desde el cinematógrafo cumplieron admirablemente con esta función, sin recurrir a la pluma o la oratoria.
Solemos prestarle más atención a nuestras creencias, prejuicios e intereses que a los hechos mismos. Las redes sociales crean otra realidad y todo se debate allí. Al punto que nadie se priva de opinar, aunque no tenga idea del problema y termine diciendo estupideces.
Ni el conocimiento científico se salva. Los políticos a través de los medios hacen desaparecer problemas trascendentes y crean otros que son inexistentes. Lo que los medios no registran, no existe. Tiene más valor cualquier noticia o acto tilingo de la farándula que un problema humanitario grave. Y los hechos ya no importan, solo habría interpretaciones…
Nietzsche dijo que un mismo texto admite infinidad de explicaciones. Para Jacques Derrida la verdad es obra del lenguaje, y para Alvin Goldman, de ser así, estamos vivos porque existe la palabra «aire»… Pero los hechos son los hechos, más allá de las interpretaciones que cada uno elabore.
De todas maneras, una cosa es aceptar que muchos asuntos son cuestionables, incompletos, no absolutos, más bien relativos, y otra entregarse a un relativismo de regla, que además tiene mala prensa, y que se lo asocia al escepticismo y el nihilismo en un contexto de posmodernidad donde el hedonismo, el consumismo y la permisividad serían notas dominantes.
Albert Einstein dijo que si su teoría de la relatividad era exacta, los alemanes lo reconocerían como alemán y los franceses como ciudadano del mundo, pero si no fuera exacta, los franceses dirían que era alemán y los alemanes admitirían que era judío. En fin, es el juego de las etiquetas anida el peligro y la trampa.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)