La Palma y los volcanes

Cuaderno de bitácora

Séptimo día del séptimo mes de 2024. La herida del volcán Tajogaite sigue abierta en la isla de la Palma.

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En primer plano se ve el nuevo volcán Tajogaite, y la zona inundada de ceniza, a la derecha toda la colada hasta el mar, más a la derecha se pueden ver zonas no afectadas ©JGC

El 19 de septiembre de 2021 sobre las tres  de la tarde, después de varios días de intensa actividad sísmica y deformación del terreno, en la zona de Tajogaite en el término municipal de El Paso, cerca de los Llanos de Aridane la tierra se abrió  en dos fisuras con ocho bocas volcánicas comenzando el lanzamiento de material piroclástico, rocas, cenizas y lenguas de lava que inmediatamente comenzaron una carrera por la pendiente para llegar al mar.

Las imágenes que se vieron por televisión grabadas inicialmente por los habitantes de la zona daban cuenta de la magnitud del desastre. La naturaleza desatada no puede tener contención humana, sólo se puede huir.

Las diferentes coladas que se originaron fueron sepultando las distintas poblaciones, Todoque, El Paraíso, El Pedregal, parte de las Manchas, que se encontraban a su paso; fueron sepultando viviendas, naves, plataneras, carreteras, en una procesión lenta, inevitable. La población asistía atónita, resignada e impotente a la destrucción de lo que había sido su tierra, el lugar donde generaciones de palmenses habían vivido y trabajado.

Cuando la erupción finalizó el 12 de diciembre, tras 85 días de actividad, todo había desaparecido bajo un manto negro de lava, casi tres mil edificaciones, 370 hectáreas de cultivo, 74 kilómetros de carretera, más de siete mil personas afectadas. En la parte alta de la ladera ha surgido, de todo el material volcánico expulsado, un nuevo cono, una nueva montaña, el volcán Tajogaite, con sus bocas aún abiertas para recordar que la naturaleza es la que nos permite vivir y asentarnos, pero de un plumazo puede reclamar su territorio.

Visitar el nuevo volcán y todo el bosque que lo rodea por su parte superior es adentrarse en un ambiente fantasmagórico donde los pinos canarios han resistido la lluvia de ceniza que ha cubierto todo el suelo y apenas deja ver los matorrales que luchan por sobrevivir. El silencio que invade el recorrido invita a la reflexión, a ser conscientes de nuestra impotencia frente a fuerzas tan poderosas.

Desde lo alto de la montaña se ven los recorridos de las coladas, las zonas sepultadas completamente ennegrecidas por la lava, y al lado todo el resto del territorio que no fue invadido, sus casas de colores, el intenso verde de su generosa vegetación, la suerte y la desgracia en una estampa.

Circular por las carretera nuevas, recién construidas, que sustituyen a las engullidas por las coladas, es un recorrido que se hace con el estómago encogido, con un nudo en la garganta porque sabes todo lo que hubo debajo, todo lo que se ha perdido, todo lo que más siete mil personas han perdido.

Nos cuentan que podría haber sido peor, que con la magnitud del desastre no hubo ni una sola pérdida de vida humana, que ha habido muchas ayudas para los que tenían aseguradas sus viviendas o al menos registradas, que se ha dado realojo a todo el mundo. Pero otras personas lo han perdido todo sin posibilidad de recuperar mínimamente algo de su patrimonio. Otras no han podido recuperar aún un lugar de trabajo. La sensación es de un cierto desamparo a pesar del esfuerzo de las distintas administraciones, de los consorcios de seguros, de tanta solidaridad mostrada. Nunca podrá haber suficiente amparo para tanto desconsuelo.

Quizás después de la vida, la pérdida más grande que una persona pueda tener sea el lugar donde vive, donde siempre ha vivido, donde están sus recuerdos, sus familiares, sus muertos, sus amistades, su paisaje, sus calles, su huerto, sus amaneceres y sus atardeceres, sus noches estrelladas, el mar a la vista. Y todo eso lo fueron perdiendo a medida que avanzaban las coladas de lava. La tristeza ha invadido el lugar y a sus habitantes, nunca podrán recuperar lo quedó enterrado. Pero la gente que habita estas zonas de más riesgo siempre han sabido ponerse en pie de nuevo, saben que de la catástrofe surge la belleza de las zonas que habitan y que pasado un tiempo el terreno volverá a ser generoso.

Hemos visto paisajes maravillosos surgidos de las erupciones volcánicas más antiguas, las del norte de la isla con sus abruptos barrancos, las del parque Nacional de la Caldera de Taburiente, la de la Ruta de los Volcanes al sur con su paisaje aún por hacer debido precisamente a su actividad volcánica, pero de una belleza abrumadora.

La Palma es un paraíso del que de vez en cuando somos expulsados.

Luis González Carrillo
Cordobés de nacimiento y comunero al vivir en estas tierras de Madrid desde su infancia. Funcionario de la administración local, redactor de miles de informes y comunicaciones que le han permitido ganar la concreción y claridad necesaria, eliminando todo lo accesorio, para componer poemas con la métrica japonesa del haiku, tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, habiendo editado dos libros con estas composiciones, Haikuario y En la frontera; esa misma experiencia, y sus lecturas, le han permitido comentar más de cien libros de novela y ensayo publicados en diversos medios locales. Desde hace dos años, además de seguir con el haiku, viene publicando de manera regular artículos bajo la denominación de Cuaderno de bitácora, en un claro homenaje a la serie Star Trek, consiguiendo un observatorio ideal para expresar sus opiniones sobre el presente, el pasado y el futuro de todo lo que acontece en el mundo natural, político, social o personal.

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