Son las paradojas de la vida en ciertos países y aquí, en México, algo demasiado frecuente: informas de los tejemanejes de políticos, policías, militares… y narcos, y ya puedes prepararte para que te suceda de todo. Primero son las amenazas, los avisos, las llamadas; después coacciones. Finalmente, puedes ser detenido o, simplemente, alguien te hace desaparecer.
De eso sabe mucho, por desgracia, Jesús Lemus. En 2008 era director del diario El Tiempo, en Michoacán, y había publicado ciertas informaciones que no gustaron nada a determinados personajes.
Fue detenido el 7 de mayo de 2008 en Cuerámaro (Estado de Guanajuato), cuando investigaba el narcotráfico en la región. También detuvieron a las dos personas que le acompañaban. Los tres pasaron por interrogatorios intensivos y fueron considerados “procesados peligrosos”. Por ello, los trasladaron a la cárcel de máxima seguridad de Puente Grande, en Jalisco, acusados de intentar comprar a las autoridades locales, para efectuar operaciones de reventa de droga. En una carta a los medios de comunicación, Jesús Lemus proclamaba su inocencia el 18 de mayo.
Los frecuentes arreglos de cuentas entre la policía y los carteles de la droga en la región hacían pensar en una detención como consecuencia de las “molestias” que sus reportajes ocasionaban a las autoridades locales.
Ya en la cárcel, los instigadores de la detención mandaron inspeccionar la casa de Lemus. Su esposa, Martha Pérez, redactora jefe del mismo medio, denunció el hecho, que se produjo el 31 de julio. Se presentaron en su domicilio unos veinte soldados para efectuar un registro. A pesar de que se negaron a precisar el motivo de su llegada, y de carecer de orden de registro, la mujer del periodista les dejó entrar. Dijeron que habían recibido una llamada telefónica anónima. Hicieron fotografías del lugar y preguntaron a Martha acerca de sus actividades, y las de otros miembros de la familia, incluidas las de su marido. Ella les informó de la detención de su esposo y de las acusaciones que se le imputan. Los soldados se negaron a decir qué buscaban, pero registraron minuciosamente la casa. Supongo que intentando encontrar cualquier pequeño indicio… o para “sembrar” más de uno.
Vivir con “los malditos”
Jesús era inocente y difícilmente podían encontrar nada. Tampoco dejaron nada que le incriminara. Martha removió Roma con Santiago, pero fue imposible sacarle de la cárcel. Ni Reporteros sin Fronteras, ni las asociaciones de derechos humanos consiguieron evitar que pasara seis largos y duros años rodeado de criminales, narcos y otros personajes poco recomendables. Una cárcel de máxima seguridad en la que estaba “alojada” la flor y nata de la delincuencia mexicana, con la que tuvo tiempo de departir largo y tendido durante ese tiempo.
Su ingreso en ese lugar le hizo vivir en el infierno, padeciendo brutales interrogatorios y castigos, pero no doblegaron su espíritu. Se centró en lo que mejor sabía hacer: su profesión. Y comenzó a conversar con sus “vecinos”. Unos vecinos con una profesión común: el narcotráfico. Y unas conversaciones que son mucho más que simples confesiones.
El periodista fue liberado el 11 de mayo de 2011 mediante una sentencia absolutoria que establecía que “considerando que no hay ningún elemento de juicio que señale siquiera la duda de que estuviera relacionado en hechos de narcotráfico o de delincuencia organizada, [Jesús Lemus Barajas] queda exonerado de toda acusación y se le dicta sentencia absolutoria”.
Pero esos seis años se han convertido en una crónica desgarradora que Lemus ha titulado Los malditos. Crónica negra desde Puente Grande. Sus páginas introducen al lector a través de intrincados y hediondos pasillos de una cárcel donde, día a día, luchan por sobrevivir los presos de más alta peligrosidad de México.
Estas páginas recogen las voces de narcotraficantes de la talla de Rafael Caro Quintero, quien fue encontrado culpable en 1985 de torturar y asesinar al agente encubierto Enrique »Kiki» Camarena Salazar, agente de la Administración de Control de Drogas estadounidense. Fue la única forma en que se le pudo meter entre rejas a pesar de que era público y notorio su pertenencia al mundo de las drogas en calidad de fundador del cártel de Guadalajara. Las autoridades mexicanas no supieron, o no quisieron, encarcelarle hasta que intervinieron los estadounidenses. Me inclino por lo segundo, ya que lo pusieron en la calle el pasado mes de agosto, para vergüenza y escarnio de la judicatura del país. Tras 28 años, su puesta en libertad se debió, según un tribunal federal, a que no debió ser enjuiciado en el fuero federal por el asesinato del agente de la DEA, sino en el fuero común, ya que no se trataba de un diplomático ni de un integrante consular. Ahora, andan buscando la forma de volver a encerrarle, pues supongo que les han llovido quejas y, espero, que hasta gritos e insultos. Todo suena a “compra” de jueces.
Pues ese personaje y otros parecidos desfilan por estas páginas: El Duby, exintegrante de los narcosatánicos; Juan Sánchez Limón, lugarteniente del Lazca; Alfredo Beltrán Leyva y El gato, un extraño personaje que hace insólitas confesiones y revela pasajes desconocidos de cómo eran los tiempos en el penal cuando El Chapo Guzmán estaba preso allí.
He tenido el placer de hablar con Jesús Lemus, una persona cordial, amable y a la que parece no haber dejado rencor la experiencia; pero es pura fachada. Le pregunto si se puede superar alguna vez y su respuesta es contundente: “no, realmente, uno está preso para siempre”.