Roberto Cataldi[1]
Si los pueblos se interesaran por conocer la historia universal, incluso la de sus propios países, evitarían ser engañados con tanta frecuencia, y no hablemos de las élites gobernantes, pues entenderían que el ejercicio del poder puede ser muy perturbador, en consecuencia se verían obligadas a limitar sus ambiciones desmedidas cuando no sus delirios.
Pero la realidad es otra, por desgracia. La historia, con sus miradas incómodas, laberínticas, y sus representaciones simbólicas, nos invita a reflexionar acerca de la memoria, la identidad, y nos despierta esa sensación de un «eterno retorno».
La bipolaridad de la postguerra finalizó en diciembre de 1991 con la disolución de la URSS, y muchos no advirtieron, comenzando por los Estados Unidos, que un mundo multipolar terminaría por imponerse. El problema es que en varios aspectos estamos volviendo a soportar problemas y conflictos que tenían en vilo al mundo hace cien años atrás, y que creíamos superados.
Como ser, los nacionalismos actuales (populismos antidemocráticos y xenófobos), antes perseguían el legítimo derecho de autodeterminación, y los imperialismos de nuestros días (de derecha y de izquierda) maquillados con la retórica del progreso y la igualdad, pretenden tener el control político, económico, financiero y militarista global. En fin, se lucha por un nuevo orden mundial donde lo que está en juego es el poder sobre las otras naciones, con nuevos ganadores que sometan a las masas disconformes con la marcha actual del mundo y que con justicia reclaman mejores condiciones de vida.
Gavrilo Princip, el joven anarquista que mató al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del trono austrohúngaro, y a la duquesa Sofía (1914), se arrepintió de haber matado a la duquesa pero no al archiduque (un hombre considerado moderado). Princip buscaba poner fin al dominio austrohúngaro en Bosnia y Herzegovina. La historia revela que hubo muchos magnicidios anteriores, pero ninguno desencadenó una guerra mundial. En efecto, Sarajevo fue la excusa, detrás había una conspiración que, como tantas otras, jamás logró develarse. Sin embargo las decisiones políticas y militares se habían tomado hacía años en Viena y en Berlín. Pues bien, había que definir cuál sería la potencia dominante de Europa, lucha que no se planteaba así desde la derrota de Napoleón.
Ninguno quería renunciar a su status de gran potencia. El imperio austrohúngaro necesitaba eliminar a Serbia, líder de los eslavos del sur, afirmarse en los Balcanes y recuperar su prestigio. Alemania quería derrotar a Rusia y Francia que la mantenían cercada. Rusia, luego de ser derrotada por Japón (1905) y la humillación por la crisis de Bosnia (1908), no podía abandonar otra vez a los eslavos de los Balcanes. Inglaterra (la mayor potencia) debía impedir que frente al Canal de la Mancha surgiera un poder que amenazara su imperio. Si bien Francia no provocó la guerra, quería vengarse de Alemania por la derrota de 1871. Y Serbia, enemiga del imperio de los Habsburgo, ayudó a encender la chispa de un incendio largamente anunciado.
Entonces las alianzas de la Entente (Francia, Rusia y Gran Bretaña) y la Triple Alianza (Alemania, Italia, Austria-Hungría) tenían por objetivo defender a sus miembros si eran atacados (como hoy la OTAN). Italia, el Imperio del Japón y los Estados Unidos se unieron a la Triple Entente, mientras que el Imperio otomano y el Reino de Bulgaria se juntaron con las Potencias Centrales.
Nada salió según lo planeado, y la Gran Guerra (1914-1918) dejó las trincheras plagadas de cuerpos, hubo muchas más víctimas civiles, pueblos y ciudades destruidas en medio de estragos y, el único beneficiado habría sido los Estados Unidos, que emergió como la gran potencia militar, económica y financiera.
El vaticinio de Bismarck (1897) se cumplió: «Un día la gran guerra europea estallará a causa de alguna maldita estupidez en los Balcanes». Luego, las decisiones tomadas por los aliados, dieron letra para desencadenar una nueva guerra mundial, pero antes Chesterton, quien murió en 1936, profetizó que la Segunda Guerra Mundial comenzaría en la frontera de Polonia, y que el poder económico pasaría de Londres a Nueva York, y de ahí a Pekín…
Donald Trump ha declarado que le gustaría ser un dictador «en el día uno» de su presidencia, que comenzará el 20 de enero de 2025. Una declaración impensable en la que se autopercibe como la primera democracia del mundo. Pero los tiempos han cambiado, las circunstancias son otras, la política se convirtió en una forma de entretenimiento, la economía y las finanzas gobiernan el planeta, y el magnate lo dice a los cuatro vientos, sin sonrojarse, a diferencia de otros autócratas que lo ocultan pero lo imitan a pie juntillas.
Quizá porque los malos ejemplos se contagian rápido. Lo cierto es que en medio de las crecientes incertidumbres y complejidades, con cualquier cosa hoy se pretende hacer negocio. Las clases acomodadas a menudo buscan obsesivamente la felicidad (nunca hubo tanta literatura de autoayuda), mientras los sumergidos solo tratan de sobrevivir. Desde ya que en la vida no todo es dinero y poder, pues hay cosas que van más allá de lo material, pero si las necesidades básicas no están cubiertas para todos, tenemos serios problemas, los que no siempre se resuelven con represión.
Hoy las democracias liberales impresionan como sistemas débiles frente a los extremos que se posicionan con vigor, aunque sin principios ni valores.
Philipp Bagus, referente de la Escuela de Economía Austríaca considera que las leyes económicas de esta escuela son universalmente válidas, que la Argentina tiene la oportunidad histórica de poner en práctica por primera vez en el mundo su ideario, y que el presidente argentino terminará por convertir a Trump a las ideas libertarias.
Como ser, Trump ya le ha copiado a Milei la idea del Ministerio de Desregulación, donde Elon Musk (un empresario que es el hombre más rico del mundo) sería su titular, y que cerraría el Ministerio de Educación. Bagus cree conveniente privatizar la educación y la salud, entre otras áreas del sector público, y eliminar el Banco Central. El movimiento libertario, anarcocapitalista, sostiene que el Estado es el problema, no la solución, por eso debe ser reducido a las funciones mínimas de seguridad y defensa (minarquismo).
Recuerdo que en la década del 90, con Menem en el poder, el país era el discípulo más aplicado de la globalización con las privatizaciones de las empresas públicas, mientras corrían ríos de corrupción, desempleos y angustias. De eso ya no se habla porque existe un olvido planificado. Ahora la tendencia es contraria, porque la meta es la antiglobalización.
Por otra parte, los organismos supranacionales, considerados por encima de los estados, no tratan el comercio entre los distintos países, pues pretenderían dominar a los individuos. Bástenos el hecho de que Argentina, hace unos días, sobre 175 países, fue el único país que voto en contra una resolución de la ONU sobre violencia contra las mujeres y las niñas… Oscar Wilde solía decir que, «Cuando alguna persona hace alguna cosa soberanamente estúpida; siempre la hace por los más nobles motivos.» Y John Stuart Mill, autor del libro: «Sobre la Libertad«, referente indiscutido del liberalismo, pensaba que no todos los conservadores son necesariamente estúpidos, pero si casi todos los estúpidos son conservadores.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)