Sueños imperiales: tragedias humanitarias

Roberto Cataldi[1]

Más allá que el mundo esté cambiando aceleradamente, y que los paradigmas con que nos manejábamos hayan sido demolidos de manera abrupta, no hay que confundir los sentimientos y los deseos de los pueblos con los discursos y las decisiones de sus gobernantes, quienes a pesar de surgir del voto popular, con frecuencia terminan por traicionar a quienes representan.

En efecto, son elegidos para cumplir con las promesas de un programa de gobierno, y alcanzado el poder, privilegian aquello que íntimamente los moviliza (su agenda personal), por eso no faltan las contradicciones, tampoco las deslealtades, las extorsiones, las improvisaciones.

Y para cualquier traspié o desacierto, siempre habrá un justificativo, así continúan avanzando. A menudo la gente que los rodea y les rinde pleitesía carece de escrúpulos y demuestra fanatismo. Como sostiene Emmanuel Carrère, «Los fanáticos no creen en lo que ven, sino que ven lo que creen». Y como diría José Saramago: «…ciegos que, viendo, no ven».

La historia de las primeras décadas del siglo pasado está marcada fuertemente por ambiciones desmedidas, extorsiones, traiciones, y las ocupaciones militares a sangre y fuego, en donde se perdieron millones de vidas humanas, que con otras dirigencias, mentalmente equilibradas, se podrían haber evitado, porque si algo está claro es que las guerras no las deciden los ciudadanos.

En 1941, meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, se reunieron en Terranova y acordaron la «Carta del Atlántico», una declaración conjunta de «principios comunes» para un mundo que estaba atravesando la Segunda Guerra Mundial, con una proyección para la posguerra: no buscar el engrandecimiento territorial o de otra índole, tampoco modificar territorios que no estén de acuerdo con los deseos libremente expresados por los pueblos interesados, y libertad que permita vivir sin temores ni necesidades, entre otros importantes tópicos. Pues bien, esta declaración de principios, en los hechos fue, ha sido y es traicionada.

Los Estados Unidos tienen una larga historia, donde la sociedad tuvo un papel central con los revolucionarios que conquistaron la liberación de la monarquía, los abolicionistas que terminaron con la esclavitud, las mujeres que conquistaron el derecho al voto, los activistas contra la discriminación racial, los defensores de la igualdad para las minorías, como LGBTQ+. Y podríamos continuar con estas conquistas que costaron no pocas vidas. Pero hoy la situación es otra.

Dice Bret Stephens (The New York Times): «…en el Salón Oval, el mundo fue testigo de lo contrario»; «…el abuso de Trump a Zelensky puede deleitar a la multitud MAGA («Make America Great Again»); «Depende del resto de nosotros recuperar el honor de Estados Unidos de los gánsteres que lo mancillaron en la Casa Blanca».

Otro columnista, Thomas Friedman (The New York Times), sostiene que lo ocurrido en el Salón Oval, «fue algo nunca visto en los casi 250 años de historia de Estados Unidos». Señalando a un presidente que se pone del lado del agresor, que es un dictador e invasor, y en contra de los invadidos, que son democráticos y combaten en nombre de su libertad.

En fin, ya en el primer mandato Donald Trump reveló ser un mitómano, sin embargo, para los millones de personas que lo votaron, no sería un obstáculo para ejercer el cargo, tampoco sus delitos y causas ante la justicia…

En la historia de ese país nadie llegó a la presidencia habiendo sido condenado, pero vivimos una época de sorprendentes cambios. Lo cierto es que con su relato crea su propia realidad. John Kelly, quien fue su jefe de gabinete, comentó que cuando le objetaba algo diciendo: «Pero eso no es verdad», Trump replicaba: «Pero suena bien». En efecto, le tiene sin cuidado que le descubran sus faltas a la verdad, pues, él sigue adelante y redobla la apuesta. Y esa actitud arrogante, irresponsable, sirve de modelo exitoso para sus ridículos imitadores, soberbios y egocéntricos, que conforman una suerte de club.

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Según un destacado analista político, Trump y Putin comparten una mezcla de resentimiento y complejo de inferioridad, y sin duda esto es peligroso… Dicen que Barack Obama se reía en público de Donald. Putin nunca digirió la disolución de la URSS y, para peor, Rusia no ha logrado la prosperidad de otras regiones que se independizaron del yugo comunista, y no deja en paz a Ucrania, comenzando por la anexión de Crimea hace más de una década. Muchos olvidan, quizás lo ignoren, los millones de ucranianos que murieron en la década del treinta por el Holodomor (significa matar de hambre), siguiendo las órdenes de Stalin, una tragedia cuyo conocimiento en Occidente inexplicablemente no tuvo la difusión del Holocausto judío o el genocidio armenio, Y no deja de ser curioso que Stalin, al igual que Mussolini y Hitler, haya sido propuesto para el Premio Nobel de la Paz…

Hoy por hoy Trump se ve a sí mismo como un emperador y Putin como un Zar. Está claro que ambos pueden ponerse de acuerdo, pues, sintonizan bien, comenzando porque no creen en la democracia, los mueven los grandes negocios con sus claroscuros, y los dos quieren expandir sus territorios y zonas de influencia. En fin, al igual que otros líderes políticos y empresarios poderosos, el objetivo es poner al mundo de rodillas, someterlo a sus caprichos, como si ellos fueran los dueños del planeta y también de los recursos de los contribuyentes, a la vez que revelan absoluta indiferencia, cuando no desprecio, frente al creciente desequilibrio social.

Y cuando las dirigencias carecen de «conciencia de límite», como acontece en nuestros días, es un deber moral del ciudadano resistir. Como decía Alejandro Magno: «De la realización de cada uno, depende el destino de todos».

No sabemos cómo terminará esta situación absurda y peligrosa, probablemente muy mal, como ya ha sucedido a lo largo de la historia, Como ciudadanos del mundo no podemos callar ni cruzarnos de brazos.

  1. Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldi Amatriain (FICA)
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