El precio del chocolate, que junto al jitomate y el aguacate son regalos de México al mundo, se ha disparado en los últimos meses en un 250 por ciento porque factores climáticos encarecieron el precio del cacao.

El Xocoátl era en tiempos prehispánicos bebida de los dioses y ahora es como si todos los mexicanos lo fuéramos, porque nos encanta.
Fascina también en otros países, aunque no lo sepan preparar; lo hacen demasiado empalagoso o, como en Chile, aguado y sin sabor ni consistencia.
Y solo nosotros le sacamos espuma con el molinillo y lo servimos en jarritos como debe ser, porque fuimos sus inventores.
En su libro Ecos de Nueva España, la historiadora Úrsula Camba Ludlow recuerda que antes de la llegada de los españoles se cultivaba en zonas costeras de Mesoamérica.
Se utilizó como moneda y durante siglos, fue el fruto que más se comercializaba en esa región.
Había siete tipos de cacao, los más famosos eran los del Soconusco en Chiapas, Tabasco y Caracas, y las hipótesis más aceptadas sobre su origen plantean que empezó a beberse en Oaxaca, Chiapas y Guatemala.
Lo preparaban disuelto en agua y aromatizado con miel de abeja, vainilla y achiote, algunas hierbas y flores.
Y cuando se mezclaba con maíz, lo llamaban cacahuapinollí; era amargo y solo lo bebían frío y al final de los banquetes, los hombres de la nobleza.
Beber cacao tenía gran valor simbólico, religioso y médico; se ofrecía a los dioses como forma de comunicarse con ellos y en honor a los muertos en batalla.
Y además de dioses y nobles, lo bebían los héroes guerreros con un permiso especial.
Estaba prohibido a los macehuales, palabra náhuatl que significa vasallo y designaba a hombres y mujeres de la clase social más numerosa y base de la economía azteca.
Ellos y el resto de la población solamente podían tomarlo en muy pocas ceremonias, y de contravenir la norma, corrían peligro de ser sentenciados a muerte.
El gusto por beber chocolate no pasó desapercibido por los conquistadores, y durante la época virreinal, se convirtió en uno de los productos más apreciados.
Se le fueron agregando canela, pimienta, anís, avellanas, almendras, huevos, ajonjolí, clavo, nuez moscada, pétalos de rosa o agua de azahar, dando como resultado infinidad de preparaciones.
Y para fines del siglo diecisiete, la receta más extendida era cacao con canela, achiote, azúcar y vainilla.
En los hogares ricos se bebía en desayuno, almuerzo, merienda, cena y lo que ocurriera en medio, «sabemos que la templanza no era la virtud más característica de los novohispanos»; y en los desfavorecidos, en la mañana y en la tarde.
Los palacios de la Ciudad de México tenían un salón chocolatero y las mujeres se reunían a beberlo en vajillas de porcelana china o en cocos vacíos repujados en plata, conocidos como cocos chocolateros; y hasta en los conventos había salones chocolateros, ubicados junto a la enfermería.
Y cuando el protomédico Francisco Hernández, enviado por Felipe II a la Nueva España con la finalidad de conocer sus plantas y animales, lo definió como «medicina de gran provecho para tísicos y extenuados», su consumo se extendió a toda la población, sin ningún tipo de restricción.
Fue considerado artículo «de primera necesidad» y las autoridades estaban pendientes de evitar su desabasto y encarecimiento.
La afición al chocolate era tanta que suscitó una serie de debates teológicos para definir si beberlo rompía el ayuno en la Cuaresma, «porque monjas y frailes lo consumían con glotonería».
El Vaticano tuvo que entrar a dirimir el asunto, que zanjó a gusto de todos al concluir que no lo rompía.
A principios del siglo diecisiete, harto de que criados y esclavos interrumpieran sus misas y homilías llevando para sus amas tintineantes bandejas con tazas de chocolate, panes y dulces, el obispo de San Cristóbal Las Casas, don Bernardo de Salazar, prohibió su consumo en las iglesias de su diócesis; amenazando con excomulgar a las desobedientes.
Alegando que misas y sermones eran demasiado largos para pasarlos sin beber, las feligresas dejaron de asistir y optaron por oír misa en los conventos, donde no mandaba el obispo y podían seguir disfrutando sus tazones con chocolate.
Los ánimos se fueron caldeando, y el pleito terminó cuando alguien obsequió al furibundo religioso una taza de espumoso y humeante chocolate, y tras beberlo, murió de manera fulminante; por lo que se dijo había sido envenenado.
Su asustado sucesor prefirió seguir vivo, aunque continuara el tintineo de charolas y el masticar de panes, mientras celebraba el oficio divino.



