Stephanie Hodge[1]
Digámoslo sin rodeos: la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no se está reformando porque una mañana se haya despertado inspirada por la eficiencia. Se está reformando porque la la organización está en bancarrota. No en sentido figurado. No en sentido diplomático. En sentido literal.
El tipo de bancarrota en la que los atrasos en los aportes ascienden a 1586 millones de dólares y todo el mundo finge que se trata solo de un desafortunado contratiempo contable, en lugar de reconocer que las luces están parpadeando.
Así pues, el secretario general, António Guterres, se presenta ante la Quinta Comisión del organismo y anuncia un presupuesto reducido para 2026, la desaparición de miles de puestos, un traslado de nóminas entre continentes y una nueva y valiente era de consolidación administrativa.
Y todo el mundo asiente con la cabeza, porque ¿qué otra cosa se puede hacer cuando se intenta mantener en pie una institución de 1945 con los ingresos de 2025? Pero la verdad es mucho más simple que el pulido discurso: esto no es una reforma audaz. Es la ONU apretándose el cinturón hasta el último agujero y fingiendo que es una elección de moda.
La verdadera solución es vergonzosamente práctica.
En primer lugar, los Estados miembros tienen que pagar lo que deben. Eso es todo. Esa es la raíz del problema. No se puede privar a una institución de 1500 millones de dólares y luego evaluarla por su bajo rendimiento.
No se puede esperar que la ONU se ocupe del mantenimiento de la paz, los derechos humanos, la acción climática, los océanos, la gobernanza cibernética, la igualdad de género, la asistencia humanitaria y el resto de la lista de problemas mundiales cuando su cuenta bancaria está más vacía que su bandeja de entrada durante el receso de agosto.
En segundo lugar, los Estados miembros deben dejar de añadir nuevos mandatos mientras ignoran los que ya están sin financiar en un rincón, como plantas de interior abandonadas.
No se puede seguir asignando nuevas responsabilidades globales a la ONU y luego sorprenderse de que el personal que antes se encargaba de estos mandatos ahora esté abrumado de trabajo o, lo que es más probable, se haya ido.
En tercer lugar, la ONU debe hacer lo que todas las demás instituciones globales hicieron hace una década: consolidar los imperios administrativos. Cuarenta unidades de recursos humanos diferentes. Cuarenta interpretaciones diferentes de las adquisiciones. Cuarenta tipos de «excepciones a las políticas».
Esto no es una señal de diversidad, sino de somnolencia institucional. Un sistema de nóminas. Una estructura de adquisiciones. Un modelo de servicios de recursos humanos. Eso es lo que se llama eficiencia real, no recortar el presupuesto de viajes hasta que solo tres personas puedan asistir a una conferencia en otro continente.
En cuarto lugar, trasladar el trabajo administrativo repetitivo a lugares de destino de menor coste. No porque esté de moda, sino porque es racional. Trasladar el papeleo, no la experiencia.
Trasladar los formularios, los flujos de trabajo, las interminables aprobaciones, no a los químicos, los abogados de derechos humanos, los constructores de paz, los científicos medioambientales, los asesores nacionales. Proteger a las personas que realmente trabajan.
Y, por último, digitalizar el sistema para que el personal no se ahogue en archivos PDF como en una trágica leyenda griega sobre archivos.
La mitad de la memoria de la ONU se pierde cada vez que alguien se jubila, porque reside en carpetas de Outlook de 2011. Si la ONU quiere sobrevivir, necesita sistemas modernos y automatizados, no actos heroicos de trabajo manual disfrazados de conocimiento institucional.
Nada de esto es glamuroso. Nada de esto es materia de placas conmemorativas. Pero es real. Es posible. Y es necesario.
El secretario general insiste en que estos recortes no afectarán al cumplimiento del mandato. Pero seamos sinceros: ninguna institución del mundo puede hacer más con menos de forma indefinida. En algún momento, simplemente hace menos. La única pregunta es si elegimos nosotros lo que se descarta o si se descarta por sí solo.
La Iniciativa de las Naciones Unidas para su ochenta aniversario, lanzada en marzo y conocida como ONU80, se ha vendido como una transformación, una profunda reforma, pero en realidad es una operación de limpieza con el agua ya cerrada.
Si los Estados miembros quieren una ONU que funcione, que pueda cumplir realmente los mandatos que votan, deben pagar sus cuotas, dejar de cargar el carro y permitir que la Secretaría se modernice sin microgestión política.
Eso es lo esencial. Todo lo demás es adorno.
¿Y qué pasa con todas esas agencias?
Cada vez que Guterres anuncia una gran reforma —especialmente una que implica recortes masivos, reubicaciones y discursos sobre agilidad—, siempre hay una pregunta tácita que flota en el aire como el incienso en una catedral: ¿Y qué pasa con todas esas agencias?
Porque seamos sinceros, la familia de la ONU no es tanto una familia como un complicado conjunto de primos segundos que comparten apellido, pero no cuenta bancaria. El secretario general puede recortar 18 por ciento de los puestos de la Secretaría, fusionar las nóminas, consolidar la administración y hablar de eficiencia hasta que Nueva York se congele, pero ¿y las agencias?
Observan desde el balcón como aristócratas desinteresados en una subasta inmobiliaria, susurrando: «Pobre Secretaría… esperemos que se las arreglen».
En realidad, la ONU80 pone a todas las agencias en alerta, no de forma oficial ni pública, sino estructural.
Esta es la verdad silenciosa: si la Secretaría se derrumba por los atrasos, las agencias serán las siguientes en sentirlo.
Fingen que no será así. Hablan de contribuciones voluntarias, fondos asignados, fondos fiduciarios, fondos verticales y programas nacionales como si eso las protegiera. Pero todo el sistema de la ONU está unido como una de esas viejas sillas de madera: si se quita la pata equivocada, de repente las agencias «independientes» se tambalean.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) sonreirá y dirá que su base de ingresos es segura, pero en cuanto la Secretaría empiece a trasladar servicios a Bangkok y Nairobi, ¿adivinen quién más recurrirá a esos servicios? El Pnude. Y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), y ONU Mujeres y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma).
Todo el mundo quiere una estructura administrativa más barata, hasta que se satura como la terminal de una aerolínea de bajo coste en agosto.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) harán declaraciones sobre sus estructuras de gobernanza diferenciadas, pero ya están tan estiradas que una conferencia mundial más podría romperlas como fideos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) mantendrá su aura de autoridad, pero incluso ellos saben que cuando la Secretaría comience a consolidar las nóminas y las adquisiciones, las agencias la seguirán tarde o temprano, pataleando y gritando en sus oficinas de Ginebra mientras redactan en silencio planes de transición.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) insistirá en que es diferente porque es operativo.
Pero las agencias operativas dependen de normas globales, supervisión global, recursos humanos globales, sistemas de justicia globales, todos ellos alojados en la Secretaría, que acaba de recortar tres mil puestos como si se tratara de ovejas en época de esquila.
Las agencias especializadas siempre fingen ser inmunes hasta que alguien intenta armonizar los sistemas, y entonces, de repente, todos los directores ejecutivos se despiertan sudando frío y murmurando «cumplimiento de la puerta de enlace» y «alineación con las Ipsas», la sigla en inglés de las Normas Internacionales de Contabilidad del Sector Público.
¿Y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur)? Funciona con emergencias y adrenalina. Sabe exactamente lo que esto significa: más trabajo, menos recursos y expectativas de los donantes que aumentan más rápido que el nivel del mar.
¿Y la ironía?
Todos los organismos felicitarán públicamente al secretario general por su «valiente reforma», mientras que, en privado, actualizarán sus registros de riesgos con palabras como «sistémico», «fallo de interdependencia» y «contagio catastrófico de liquidez».
Porque la verdad es esta: si la Secretaría reduce su tamaño, todos los demás acabarán apretándose el cinturón.
No porque quieran, sino porque la financiación mundial sigue la política mundial, y la política mundial en este momento parece un grupo de países peleándose por quién se olvidó de pagar la factura de la luz.
Entonces, ¿qué pasa con todas esas agencias?
Ven cómo se reduce la Secretaría y esperan que la marea no llegue a su planta.
Pero la marea siempre llega a la siguiente planta. Siempre.
La ONU80 no es solo una reforma interna. Es el comienzo de un ajuste de cuentas en todo el sistema.
Una advertencia de que la era de los mandatos infinitos y las carteras cada vez más vacías ha terminado.
Al final, incluso las agencias conocen la cruda realidad: si los Estados miembros no financian a la ONU, toda la familia, no solo la Secretaría, pasará hambre.
- Stephanie Hodge, MPA Harvard (2006), es evaluadora internacional y exasesora de la ONU que ha trabajado en 140 países. Es exmiembro del personal del PNUD (1994-1996 y 1999-2004) y de UNICEF (2008-2014). Escribe sobre gobernanza, reforma multilateral y equidad climática.
- Artículo difundido por la IPS



