Estamos en un mundo donde la capacidad de sorpresa anda un poco tornada de dirección, casi sin norte: al parecer, el talento para generar perplejidad es cada vez más enorme. Estamos tolerando a gentes que son capaces de enseñarnos todos los días lo que no realizan ni por asomo. Es verdad, porque lo es, que quien escribe no es exponente de nada. Estar en la tabla del ciudadano normal es la mejor radiografía de mí mismo que puedo señalar.
No obstante, el problema surge cuando algunos se muestran como recetas de lo mágico, como ejemplos de vida, y no es que nos den modelos de actuación, que hasta ahí podría estar bien, sino que se constituyen y presentan a sí mismos como diáfanas caras de la más óptima moneda.
Algunos de los atrevidos estarían en ese tono de los ungidos por los dioses, pero otros, pese a su presunción, que no de inocencia, se hallarían lejos de ese concepto. Recuerdo que de pequeño escuchaba un cuento, que me repetía mi abuela, con moraleja y todo, donde una sartén le decía al cazo que se apartara por temor a que éste le tiznara. Llama a risa, pero una risa agridulce, el ver estas situaciones de cuando en cuando, o de mucho en mucho, en ecosistemas que deberían ser emblemas para la sociedad toda. También acontece en lo cercano.
Nos hace falta una transformación. Precisamos genes nuevos, personas con bríos que nos recuerden que el mundo es mundo porque los ciclos regeneran lo malo y potencian lo bueno. Las controversias se diluyen con el paso de las eras, que igualmente precisan mutaciones generacionales. Hay que saber dar el testigo.
Imagino que las prisas, los hábitos (mejores, regulares y peores), nos han conducido por inercias que debemos modificar. Hemos de fomentar otros usos, fundamentalmente porque es de sabios el ir hacia delante, esto es, fermentar lo humano desde la humildad y la sencillez, desde la consolidación de lo que merece la pena.
Modelos
Indudablemente, es difícil definir patrones. Lo es más catalogarlos, y puede que más mantenerlos. El universo de lo conocido y soñado se han mezclado tanto que es complejo destacar lo esencial de lo accesorio, aunque es un hecho evidente que nos hemos de esforzar para ello. En todo caso, hay que tener paciencia, mesura y altura de miras para no contemplar a los demás como si fueran menos que nosotros, porque es un principio democrático (de los fundamentales, por cierto) el que somos todos iguales. Conviene recordarlo para sostener la salud de la sociedad.
Lo que sí es un poco esperpéntico es cuando aparecen prototipos en nuestro territorio, el de todos, a los que “les duele la cara de ser tan guapos”, que van sobrados, que son la excelencia misma personificada, que no hacen sufrir ni padecer, y que, además, son santones en vida que apuntan el camino del arreglo, del buen quehacer en definitiva. Los hay (santones), pero menos de los que dicen ser. Probablemente los que subrayan ser tan estupendos se quedan atrás respecto de los que, guardando o no silencio, sí efectúan obras que son amores entre sus seres queridos y/o conocidos. Glosa el refranero popular que siempre habla el que tiene por qué callar. A lo mejor parla por eso, porque “cata” más que el común de los mortales de aquello que suele denunciar. La vida es así.