Me paseo una tarde cualquiera, de éstas que empiezan a empañarse con humedades después de una luz de día tan excelente, propia de nuestro Sur, y veo el paisaje, tan propio, de la Navidad. Advierto, en mi singladura, gentes que vuelven a casa tras una larga jornada pensando en cómo les ha ido, en lo que han tenido, en sus pequeños éxitos y fracasos aderezados de ausencias, de objetivos y de carencias, de ventajas e inconvenientes, con un poco de todo a cuestas.
También observo a quienes ocupan las últimas horas para hacer compras, desde lo más rutinario y elemental, como puede ser la alimentación, hasta lo más coqueto, como es la adquisición de ropa o de enseres complementarios para nuestros especiales hábitos de estas fechas. Puede que se trate de complejos o de sencillos caprichos que elegimos en un momento sin nombre. No siempre se debe esperar una efeméride adecuada.
Los hay, por las calles, que van y que vuelven, y también aparecen los que no tienen dónde ir. Son personas que viven al raso, o que se procuran un techo, si pueden, por una noche, no más. Andan con el frío y el cansancio a cuestas, con la necesidad del calor del hogar y de una ducha caliente, además de una buena cena, como escribí un día pensando en ellos. Siguen ahí, aunque sean otros, que quizá en muchos casos sean los mismos.
Hay rostros preocupados. A otros se les ve contentos. Las caras reflejan la feria de cada cual: son el espejo del alma, que subrayó el poeta. Unos miran para abajo, hastiados, y otros al frente en busca del mundo, con visiones de futuro, o persiguiéndolo con más o menos fortuna. Detectamos, igualmente, pasos tranquilos, mientras otros deambulan con más premura. Para muchos el tiempo es demasiado escaso: o éste se contrae, se apuntan, o probablemente afrontan un exceso de actividades. No hay término medio.
Sigo mi periplo, y oteo a un grupo de jóvenes que gritan y saltan. Es Navidad, y hay que ser joviales (en realidad, todo el año). Me alegra pensar que ellos lo son en cualquier momento. Saben vivir. La existencia juega a su favor, y me encanta. Confío en que maduren bien. Asimismo, me cruzo con parejas de enamorados, éstas de varias edades, que se saben alegres por la fortuna de hallar y de compartir el cariño. Les deseo suerte y capacidad para fomentarlo, esto es, para mantenerlo dinámico, vivo.
Gentes para todo
Por otro lado, se presentan inevitables los que, pese a las horas, compran y venden el mundo. No saben hacer otra cosa. No tienen tiempo de leer la belleza del universo, que está en los libros, y en la vida misma. No se encuentran con los tozudos eventos. Caminan dando tumbos y procurando beneficios estériles, además de estar sometidos a las veleidades de las crisis. Por eso, deberían confesarse, hay que ser moderados en la búsqueda de beneficios, porque éstos son cíclicos, al contrario que el conocimiento, que se extiende como los océanos. Estos incongruentes locos, no obstante, acentúan sus singladuras financieras y economicistas. Debe haber gente para todo. Ya verán la luz.
Como quiera que la sociedad es plural, nos encontramos con todo un elenco de opciones, de ciudadanos y ciudadanas, de posibilidades personales, que reflejan y representan la radiografía de lo humano en todas sus variables.
Hay, sin embargo, gentes que nos causan cierta sensación positiva por el encanto de la belleza interior que brindan, que irradian. Se les nota en contacto con su ecosistema, en equilibrio, intentando aprender y contextualizar lo que saben, siendo solidarios con sus entornos. No llevan prisa, pero tampoco ceden ni paran, sino más bien atienden, escuchan, reflexionan y comparten el buen sabor de un té o una taza de café. Aprecian lo sencillo y huyen de lo complicado, que nos rompe en causas inútiles.
Poseen el punto de madurez de la experiencia, y alcanzan la sabiduría de rodearse de amigos, de los verdaderos, de los justos. Los miras, cuando pasas a su lado, y los imaginas con una aureola especial. No sé si la tienen, pero la percibo. Debe ser por la dicha que subjetivamente pretendemos en Navidad, y que seguramente ellos y ellas saborean todo el año.
No atino a resaltar si son elucubraciones mías, pero, en este cosmos hundido profundamente en la crisis, me ha dado por contemplar específicamente lo que en cualquier situación de marea es lo más relevante: el ser humano como medida de todas las cosas. Eso ya lo decían los griegos de la Antigüedad. Me doy cuenta de que esta lucha interna por tocar lo que merece la pena y a las personas adecuadas por su actitud no es nueva. Intentaré, por ende, llevar las gafas de la Navidad todo el año.