Raúl Fernández Vilanova*
Desde hace bastantes años, no sé cuantos, se discute en España sobre el aborto. No me refiero, naturalmente, a los abortos espontáneos, sino a aquellos donde interviene, por acción u omisión, la voluntad humana.
Simplificando mucho se podría decir que las izquierdas esgrimen derechos constitucionales para defender la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo, y la posibilidad de aborto libre y por cuenta de la Seguridad Social, para que nadie que quiera abortar deje de hacerlo por falta de medios económicos. Las derechas, a su vez, se oponen a ello enarbolando argumentos religiosos, éticos y científico-naturales: el aborto mata a un ser humano, porque la vida no empieza en el parto sino en el momento de la concepción, y el cuerpo de la mujer es el escenario del acontecimiento pero eso no le da derechos sobre esa vida.
Ese desacuerdo ha desembocado en una simplificación que seguramente no satisface a ninguna de las partes: aborto sí, aborto no. De esa manera se ha politizado un problema que es irresoluble con esos medios, porque los argumentos que se esgrimen apenas si contemplan aspectos parciales del problema.
Si nos abstraemos por un momento de las preferencias ideológicas, encontramos que unos y otros se apoyan en argumentos válidos. No hay dudas de que el cuerpo y la mente de la mujer son el escenario principal del aborto, y eso es tan verdadero como que hay vida desde la concepción, por lo que el aborto es una cuestión que toca aspectos de libertad individual, pero también psicológicos, afectivos, científico-biológicos, éticos y médicos (el aborto lo hace -o debería hacerlo- un médico). O sea que es una cuestión de gran complejidad. Y tal vez por eso se acude fórmulas ideológicas esquemáticas y simplificadoras.
Algunos casos tomados de la realidad permiten aproximarnos a la complejidad del problema. Empecemos por los más extremos:
- Una mujer muy joven es violada y se queda embarazada de su violador. ¿Qué se puede hacer?
- En una fiesta que acaba en borrachera, una mujer liga con un desconocido, y se queda embarazada.
- Un matrimonio decide de común acuerdo tener su primer hijo. Ella se queda embarazada, pero se arrepiente, y contra el deseo y la voluntad de él se practica un aborto. Él pide el divorcio.
- Se detectan precozmente graves malformaciones físicas y cerebrales en el feto, pero los futuros padres deciden continuar con el embarazo.
- Una mujer de 39 años, sin hijos, se queda embarazada del hombre con el que lleva cuatro conviviendo. Él, de 48 y sin hijos, no se encuentra preparado para la paternidad y le pide que aborte. Ella lo hace.
- Una niña de 15 años, hija de una familia culta y religiosa, se queda embarazada y comienza a hablar del “cachorrito” que lleva en el vientre. Poco después, y de acuerdo con sus padres, decide abortar.
- Tomemos todavía un ejemplo menos extremo, en el que se decide un aborto en circunstancias aparentemente menos dramáticas. Lucía, una mujer joven casada hace cuatro años y embarazada de cinco meses, me consulta por la relación con su marido, Luis. Ella le quiere mucho, pero salta por cualquier cosa, no cesa de criticarle, y se dirige a él con frialdad. No sabe por qué le pasa eso. Me habla de su vida y me cuenta que un año antes del casamiento se quedó embarazada. Le hizo mucha ilusión, pero cuando se lo contó a Luis, él le dijo que no era el momento adecuado, y que ya habría tiempo más adelante. Ella aceptó sus argumentos y abortó una semana después. “Pensé que era la mejor solución”, me dijo. Nos quedamos un momento mirándonos, y le pregunté: “Usted pensó que era la mejor solución. Eso es lo que pensó, ¿pero qué fue lo que sintió?” Lucia me miró seria unos segundos, luego bajó la cabeza y comenzó a llorar en silencio. Estuvo así un largo rato, en el que yo me mantuve en silencio respetando su llanto y su dolor. Poco a poco se fue serenando, y al despedirnos me dijo: “Perdone, nunca pensé que lloraría por aquello”. Le contesté que tal vez hasta ese momento no había tenido la oportunidad de revivir aquel sentimiento, y quedamos en vernos unos días después. Como más adelante se confirmó, la hostilidad hacia su marido estaba relacionada con aquel aborto, una pérdida que nunca había podido reprocharle, en parte porque le quería.
Siempre he sentido que en la discusión política, social y legal sobre el aborto, se omite lo mismo que intentaba soslayar Lucía; la protagonista de la viñeta anterior. No se tiene en cuenta, o sólo se menciona como de pasada, las magnitudes de afecto y sentimiento que se ponen en juego cuando se trata del acto más trascendente de de los seres vivos: tener o no tener un hijo.
La breve galería de dramas de diversa gravedad expuesta más arriba, no refleja la inmensa variedad de situaciones personales y familiares, ni el complejo proceso emocional que desencadena un embarazo en todos los implicados en él. No en vano la reproducción humana es una función a la que nos empuja tanto nuestra genética como nuestra psicología, para la que el hijo es mucho más que un ser biológico. Ante esa doble exigencia, interrumpir un embarazo es siempre un drama, sobre todo para la mujer, que lo padece de un modo incomparablemente mayor que el hombre. Pero que el cuerpo y la mente de la mujer sean los principales implicados en el embarazo, no se sigue necesariamente de que el aborto deba ser considerado libre. A la inversa, del hecho de que haya vida desde la concepción, no se sigue que tenga que haber una ley que prohíba el aborto.
En la extensísima serie de situaciones de la vida en que personas normales pueden verse ante el dilema de abortar o no, ¿pueden pensar en ese momento en si son dueños o no de su cuerpo, en si tienen o no derecho a hacerlo? Cuando se toma partido a favor o en contra del aborto, es fácil que unos olviden el drama que supone el aborto, en primer lugar para la mujer. Pero también es fácil que otros olviden el drama que es a veces no abortar.
Entonces, ¿cuál sería la situación ideal? Como en tantas cosas de la vida, no existen soluciones ideales. O en todo caso, lo ideal sería no tener que tomar determinadas decisiones. Pero como eso no se cumple, tal vez lo ideal sea poder tomar en cada caso la decisión menos dañina, la decisión que mejor respete la complejidad y la singularidad de cada caso, evitando convertirlo en tema de debate biológico, religioso, ideológico o político.
El aborto provocado siempre es algo traumático para la mujer, y a veces no sólo para ella. Ya alcanza con ese sufrimiento. No es necesario que encima lo discutan los legisladores. Decía Clemenceau, quien fue Primer ministro de Francia, que la guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los militares. Nosotros podríamos parafrasearlo diciendo que el aborto es algo demasiado grave como para que sea tema de discusión en el Congreso. Ya sería un avance resignarnos a aceptar que es una empresa por encima de las facultades humanas legislar sobre el aborto. Pero el legislador, o la pasión legisladora, no suele soltar su presa.
*Raúl Fernández Vilanova es profesional del Psicoanálisis y Psicoterapia