En la trastienda del poder
Premio del Jurado al Mejor Guión y Premio Fipresci – Zinemaldia 2013, Premio César de la Academia francesa al Mejor Actor de Reparto, Crónicas diplomáticas. Quai d’Orsay es un vodevil político muy divertido que se estrena en los cines españoles el 4 de abril de 2014.
Dirigido por el veterano Bertrand Tavernier (Que empiece la fiesta, La princesa de Montpensier, Alrededor de medianoche) y magistralmente interpretado por Thierry Lhermitte (La cena de los idiotas) en el papel de un ministro soberbio, snob y prepotente, que encuentra respuestas a todo en los textos de Heráclito de Efeso, filósofo griego del siglo VI antes de nuestra era; un soberbio Niels Arestrup (Un profeta) en el ataráxico jefe del gabinete, sin ninguna duda el mejor del reparto; y un aquí desconocido Raphaël Personnaz (Fuerzas especiales), en el joven consejero contratado para encargarse del “lenguaje” del ministro, redactar sus discursos e intervenciones, acompañados por un par de buenas actrices, Julie Gayet (la actual compañera sentimental del presidente François Hollande) y Anaïs Demoustier, y una Jean Birkin (muy mayor, nada que ver con la estampa de Je t’aime, moi non plus, maldito tiempo que pasa) que encuentra el tono adecuado.
Se conoce con el nombre de Quai d’Orsay el palacio que, en París –con sus dorados, sus terciopelos, sus interminables pasillos y majestuosas escaleras, que le asemejan a un decorado escénico- alberga el Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Ese es el decorado de esta ingeniosa comedia adaptación del cómic Quai d’Orsay (2010) de Christophe Blain y Abel Lanzac (asesor en el gabinete del exprimer ministro Dominique de Villepin), en la que un ministro – de nombre aristocrático, Alexandre Taillard de Worms, a todas luces un “doble” de Villepin, que dirigió la diplomacia francesa entre 2002 y 2004-, alto, atractivo, petulante, colérico, con sienes plateadas y un ego que desborda el marco del palacio, contrata al joven Arthur Vlaminck para que le redacte los discursos y las intervenciones en foros internacionales lo que, enseguida comprobará, no se trata de ninguna prebenda. “Lo mismo que el original, su copia cinematográfica cree en el destino de Francia, cuya prestigiosa herencia histórica y cultural le obliga a dar siempre su opinión en el concierto de las naciones” (Guillemette Odicino, Télérama).
El joven tendrá que aprender a convivir con el estrés, la ambición y las puñaladas traperas de unos colegas muy poco “amigables”, en un ambiente en que cada cual va a lo suyo y todos a hacer carrera, a ritmo de mascarada, ironía y sarcasmo. Consejeros, técnicos, especialistas, chupatintas, encargados de codificar mensajes… todos trabajando infatigablemente para conseguir que la “representación” (que es la diplomacia) salga perfecta, para lograr que en los tejemanejes que rigen la política exterior de todos los países se cumpla “el papel que Francia tiene asignado en la historia”.
A fuerza de repetir las virtudes que deben tener sus discursos (“unidad, legitimidad, eficacia”), y de elucubrar sobre las virtudes de los rotuladores “fosforito” –en francés designado por su nombre de marca más célebre, Stabilo, hasta el punto de existir el verbo “stabiloter”- el ministro lo que hace es liar a sus colaboradores, en lugar de aclarar y facilitarles las cosas: veleidoso, fácilmente influenciable por todos sus conocidos “famosos” (escritores, poetas, periodistas de culto) e incluso por su anciano y fatuo padre, confunde continuamente al joven que muchas veces no consigue saber qué debe figurar necesariamente en los textos que redacta, ni entender la jerga burocrática que debe incluir.
Menos mal que, para él, existe el jefe de gabinete, porque si no tendría que inventarlo: imperturbable, siempre sereno, manteniendo una sabia distancia con el histriónico comportamiento del ministro, se encarga de calmarle los ardores y, con infinita sabiduría, evitar que pasen a mayores las continuas crisis –internas y externas- que se generan en el Quai d’Orsay y pudieron poner en peligro el papel de Francia en países que –convenientemente disfrazados con nombres ficticios- se enseguida se entiende son el Irak de Saddam Hussein y algunas antiguas colonias francesas en Africa.
Divertida farsa política, en la que el actor Thierry Lhermitte compone un personaje histriónico inolvidable y el veterano Niels Arestrup merecería un Oscar (de haberse rodado en inglés), a esta película no hay que pedirle lo que no pretende: relatar con fidelidad el papel jugado por Francia en algunas de las mayores crisis internacionales de los últimos años. Se trata solo de convertir en comedia satírica la vida cotidiana de un microcosmos –el Ministerio de Asuntos Exteriores- poblado, en fin de cuentas, por hombres y mujeres con sus virtudes y sus defectos, como todos.